"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










domingo, 9 de diciembre de 2012

Brásidas, el genio olvidado (VI)


Con Anfípolis en manos de los lacedemonios, Brásidas convirtió la ciudad en su base de operaciones para la campaña. Aunque Esparta no quisiese darse cuenta, él estaba convencido de que la clave de la guerra se hallaba en el norte, donde las colonias atenienses aportaban ingentes cantidades de oro de las minas tracias y madera para los siempre activos astilleros de El Pireo, además de vigilar la ruta que llevaba a los campos de trigo del Mar Negro. Si esas ciudades caían en manos de Esparta, el esfuerzo bélico ateniense no podría mantenerse y los altivos habitantes de la ciudad de Atenea se verían obligados a negociar en inferioridad con los espartanos.

Sin embargo, a diferencia de los dirigentes lacedemonios, los atenienses se percataron muy rápido de la importancia de la campaña de Brásidas y de la amenaza que suponía. El general espartano tenía que actuar deprisa antes de las guarniciones enemigas recibiesen refuerzos y Atenas asegurase su control sobre la Calcídica. Por ello, nada más tomar Anfípolis se dirigió con sus tropas lacedemonias y contingentes de las ciudades aliadas y del ejército real macedonio hacia el Acta, la más oriental de las tres penínsulas de la Calcídica. La región, como casi toda la costa norte del Egeo, estaba poblada por unos pocos colonos griegos y un conjunto de pueblos tracios autóctonos -pelasgos, edones, bisaltas y crestones- dependientes de Atenas, los últimos al menos en teoría. La mayoría de las ciudades abrieron las puertas a Brásidas, pero las poblaciones de Sana y Dión permanecieron leales a Atenas, probablemente por una mayor presencia de ciudadanos atenienses en las mismas. Brásidas había ordenado devastar su territorio sin conseguir que se rindiesen cuando le llegó una delegación de la ciudad de Torona, sometida  a Atenas, que aseguraba que había un importante partido dispuesto a entregarle la ciudad a cambio de que expulsase a la guarnición ateniense. Puesto que Sana y Dión eran poblaciones de poca importancia y casi toda el Acta se le había unido, Brásidas ordenó levantar el campamento y aceptar la oferta de los embajadores.

Torona estaba en la punta sur de la península central de la Calcídica, dominando el Golfo Toroneo, y era la ciudad más importante de la región. Brásidas, tras marchar desde el Acta, alcanzó la ciudad de noche y se detuvo a una distancia prudencial para evitar ser descubierto. Mientras la ciudad, ignorante, dormía, los partidarios del espartano salieron en silencio a su encuentro y Lisístrato de Olinto, uno de los oficiales calcideos de Brásidas, se ofreció a introducirse en la ciudad con veinte hombres escogidos y abrir las puertas, aunque solo pudo encontrar a siete soldados dispuestos a seguirle. Guiado por los toronenses, el comando escaló la muralla por la parte que daba al mar y asesinó a los centinelas atenienses, para después hacerse con el portón. Entretanto, el general espartano había destacado a cien peltastas, escaramuzadores armados al estilo tracio, para que entrasen los primeros y apoyasen a Lisítrato y sus hombres una vez se diese la alarma. Este, al ver que nadie en la ciudad se había percatado de su acción, en lugar de dar la señal de ataque decidió aprovechar la situación. Salió al encuentro de los peltastas y les ordenó que, en silencio, entrasen la ciudad y tomasen posiciones alrededor de la plaza central, donde le habían informado que dormían cincuenta hoplitas atenienses, de forma que al darse la señal de ataque cayesen sobre ellos desde todos lados y les cortasen la huida. Cuando estuvieron apostados, los hombres de Lisístrato dieron la señal con una antorcha.

Profiriendo un repentino grito de guerra, el ejército de Brásidas se lanzó a la carrera hacia Torona, causando el pánico y el caos en la ciudad. Mientras unos entraban por la puerta, otros aprovecharon un sector en reparación de la muralla para penetrar en el recinto. Dentro, la mayoría de la población, que desconocía los planes de la facción antiateniense, se despertó sumida en el terror, sin poder siquiera imaginar quien les atacaba. Algo parecido ocurrió con los soldados atenienses, que en medio del caos fueron incapaces de organizar la defensa. Entretanto, los partidarios de los lacedemonios se apresuraron a identificarse y ayudar a los invasores a hacerse con la ciudad. En medio de la anarquía, Brásidas encabezó a la élite de su contingente para hacerse con la parte alta, mientras el resto de sus tropas se desperdigaba por las calles. Los soldados atenienses, en cuanto averiguaron lo que ocurría, dieron la ciudad por perdida y se replegaron hacia Lecito, un fortín que usaban como cuartel y desde el cual dominaban el golfo. La confusión reinante, si bien había permitido a los lacedemonios entrar sin oposición, favoreció el que los atenienses pudiesen refugiarse a tiempo en el fortín junto a los toronenses que habían colaborado con ellos. Sin embargo, los cincuenta hoplitas de la plaza fueron sorprendidos por los peltastas y a tuvieron que abrirse paso luchando, dejando varios muertos en el camino. Finalmente, consiguieron salvarse gracias a la oportuna intervención de los dos trirremes que patrullaban el golfo, los cuales acudieron rápidamente a la costa y embarcaron a los supervivientes, llevándolos a la seguridad del fortín.

Cuando amaneció, toda la ciudad estaba en poder de Brásidas salvo el reducto ateniense de Lecito. El fortín era una posición formidable, pues sus  muros se alzaban sobre un promontorio que se adentraba en el golfo, solo conectado a la ciudad por un estrecho istmo que los atenienses controlaban desde las torres. Ante la dificultad de tomarlo al asalto, Brásidas mandó un heraldo y ofreció a los defensores unas generosas condiciones: aseguró a los toronenses refugiados que podían volver a sus hogares como ciudadanos de pleno derecho y que no perderían sus posesiones ni sufrirían daño alguno por su colaboración con Atenas. Tal como explico, estaba convencido de que el miedo que les inspiraba se debía únicamente al desconocimiento y creía que, una vez le conociesen, se mostrarían tan dispuestos a colaborar con él como lo habían hecho con los atenienses, pues no era él peor que estos. Algunos aceptaron, no sin recelo, la oferta, pero muchos prefirieron fiarse más de la seguridad de Lecito que de la sinceridad de Brásidas. En cuanto a la guarnición ateniense, el heraldo les notificó que aquel enclave no era ya propiedad de Atenas, sino del pueblo de Torona, y que como tal debían abandonarlo. Si aceptaban, Brásidas les ofrecía salir con todas sus armas y bagaje y escoltarles hasta el territorio ateniense más cercano; si se negaban, como aliado de Torona se vería obligado a expulsarles de la plaza.

Los griegos fueron grandes maestros del asedio, conocimiento que, como en
muchos otros casos, fue transmitido a Roma.
Los atenienses se negaron a rendirse, pero pidieron al general espartano un día de tregua para recoger a los caídos de la noche anterior. En un alarde de caballerosidad muy de su agrado, Brásidas les dio dos. Aprovechó este alto el fuego para disponer el asedio. Sus hombres desalojaron las casas que se hallaban frente a Lecito y las fortificaron, mientras otros talaban madera de los bosques cercanos con la que construir distintas máquinas de asedio. Puesto que el golfo estaba bajo control de las naves atenienses, todo el ataque tendría que concentrarse por el istmo. Los atenienses, por su parte, no perdieron el tiempo e hicieron lo propio con el sector de la muralla que miraba a tierra, sobre el cual levantaron refuerzos de madera con torneras para poder disparar contra la lengua de tierra.
Mientras los soldados de ambos bandos se afanaban en estas tareas, Brásidas decidió poner un poco de orden entre la agitada población civil. Convocó a la asamblea y ante todos los toronenses repitió su presentación de rigor como enviado de Esparta para conseguir la libertad de los pueblos sometidos a Atenas. En un nuevo despliegue de elocuencia y sagacidad, logró hacer desaparecer los recelos entre los distintos partidos asegurando que, por una parte, sus partidarios eran dignos de todo elogio, pues se habían arriesgado sin haber recibido sobornos ni promesas de poder solo por conseguir librar su ciudad del yugo de Atenas. Pero, por otro lado, no eran menos dignos los que habían permanecido fieles a los atenienses, ya que habían actuado también en pro de la ciudad por creer que los lacedemonios impondrían un dominio igualmente oneroso, por lo que sus intenciones eran justas, aunque su juicio fuese erróneo. A partir de entonces, anunció Brásidas, ya no se harían distinciones entre unos y otros, sino que todos trabajarían unidos para mayor bien de Torona. La primera decisión que habían de tomar con su recién ganada independencia era si les convenía aliarse con Esparta o, por el contrario, preferían permanecer al margen. Los lacedemonios no pretendían forzar a nadie. Sin dudarlo, los toronenses aprobaron por aclamación ponerse bajo la protección de la magnánima Esparta.

Con el afecto de la ciudad ganado, concluyó la tregua y dio comienzo el asedio de Lecito. Desde las almenas de las murallas y las azoteas de las casas del interior del recinto, los atenienses batían continuamente el istmo, arrojando piedras, jabalinas, aceite hirviendo y cuanto tenían a mano sobre las tropas de Brásidas. A su vez, desde las casas de enfrente los peltastas y arqueros atacantes disparaban contra las murallas. La estrechez del acceso y el fuego ininterrumpido de los atenienses hacía poco menos que imposible acercarse al pie de los muros o el portón. Brásidas, viendo como sus hombres titubeaban y no se atrevían a avanzar, prometió al primero que escalase muralla tres mil dracmas, el sueldo de nueve meses para un hoplita. Un premio exorbitado para una tarea hercúlea. Pese a los ánimos que cobró la tropa, el arrojo de los hoplitas se estrelló frente a las defensas de Lecito. Tras un día entero de infructuoso ataque, el fortín seguía en manos atenienses.

Al día siguiente se reanudó el ataque, pero esta vez Brásidas contaba con los ingenios de poliorcética que habían estado construyéndose la jornada anterior. Para terror de los defensores, una torre de asedio rodó lentamente hacia Lecito por el istmo, dando cobertura a los hoplitas lacedemonios y calcideos que marchaban detrás. En la parte más alta, los atacantes habían colocado un artilugio revolucionario, el primer lanzallamas de la Historia. Los beocios, aliados de Esparta, lo habían estrenado en la batalla de Delio, hacia unos meses, con excelentes resultados. Consistía en un tubo de madera recubierto de hierro cuya parte posterior tenía un fuelle por el que se insuflaba aire a un caldero lleno de carbón, pez y azufre que colgaba frente a la abertura delantera. El resultado era una enorme llamarada que prendía las defensas y hacía huir a los defensores de las almenas. Según se acercaba, los atenienses empezaron a levantar a toda prisa una torre de madera sobre una de las casas adyacentes al muro y a subir ánforas con agua y grandes piedras. La estructura tenía que ser más alta que la torre de asedio, para poder bombardear la parte superior del ingenio antes de que tuviese tiempo a actuar. Fueron reforzando la torre cada vez más y empezaron a subir soldados cargando con todo tipo de munición. La torre de asedio seguía su avance lento pero inexorable y, con las prisas, los atenienses no se dieron cuenta de que estaban sobrecargando una estructura muy endeble. No había llegado el temido lanzallamas a los muros cuando, con un enorme estruendo, el edificio sobre el cual se alzaba la torre se tambaleó, la madera crujió y de improviso todo se vino abajo, entre gritos de pánico y una gigantesca polvareda. Por un momento, todo el asedio se detuvo y los combatientes callaron sorprendidos. Nadie se explicaba muy bien que había ocurrido y los soldados atenienses que estaban en el otro lado del fuerte, al ver el humo y escuchar el estruendo y el griterío pensaron que los lacedemonios habían abierto brecha en la muralla. Llevados por el pánico, corrieron a las naves atracadas en el pequeño puerto de Lecito pensando que la plaza estaba perdida. Sus compañeros de la muralla, al ver que se iban sin ellos, abandonaron también sus puestos en las almenas y toda la guarnición se lanzó en una precipitada carrera hacia los barcos.

Brásidas observó que los defensores abandonaban las almenas y, pidiendo un último esfuerzo a sus soldados, se lanzó al asalto. Con el caos reinando dentro de Lecito, los lacedemonios pudieron cruzar el istmo que tantas vidas había costado en menos de un minuto y, colocando las escalas, irrumpieron el fortín matando a los rezagados. Las naves atenienses, por miedo a ser capturadas, salieron del puerto con cuantos hombres habían conseguido embarcar y cruzaron el golfo hacia las posesiones atenienses de Palena. Brásidas, tal y como había advertido al ofrecer la rendición dos días antes, ejecutó a todos los prisioneros. En la inspección del fuerte comprobó el motivo de la desbandada ateniense y, encontrando un santuario de Atenea, consideró que otros medios más allá de los humanos le habían ayudado a conseguir la victoria. Por ello, donó los tres mil dracmas al santuario y, tras demoler todo el fuerte, convirtió Lecito en un lugar de culto a la diosa.  

El invierno del 424 a.C. estaba a punto de terminar y Brásidas consideró que sus tropas merecían un descanso, por lo que detuvo las campañas y se dedicó a la gestión de los territorios recién adquiridos. Sin embargo, el enérgico general veía muy cerca la posibilidad de expulsar de toda la Calcídica a los atenienses y no dejó de recibir información de las ciudades que todavía retenía el enemigo y consultar con sus aliados la mejor manera de hacerse con ellas. Ignoraba que al mismo tiempo, en Esparta, embajadores atenienses y lacedemonios estaban discutiendo un armisticio que le obligase a poner fin a su campaña.