"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










martes, 5 de julio de 2011

Cantabria conquistada

Siento muchísimo no colgar entradas más a menudo en este blog. Es verdaderamente triste que entre cada artículo haya intervalos de meses enteros. No voy a mentir diciendo que dedicó a El Rodelero todo el tiempo que puedo, pero tampoco lo haría diciendo que no puedo dedicarle todo el tiempo que me gustaría. En cualquier caso, creo que es mi deber pedir perdón a los amables lectores y agradecerles su paciencia con la aparente inmutabilidad de este blog. Trataré de continuar escribiendo acerca de batallas famosas y no tan famosas, y haré todo cuanto esté en mi mano por retomar la abandonada serie de Generales de la Guerra del Peloponeso, en la que he dejado a nuestro apreciado Brásidas en plena Calcídica y peleado con el rey de Macedonia.

Me temo, no obstante, que muy a mi pesar esto  puede no materializarse hasta dentro de algunos eones. Por lo tanto, y como insuficiente e insignificante compensación a los que tengan la amabilidad de leer esto, les dejo a continuación el inicio del capítulo primero de una modesta novelita que estoy escribiendo sobre las viviencias de un desafortunado manípulo romano destacado de guarnición en la recién conquistada Cantabria (año 25 a.C.).

* * *


Lo más molesto de Cantabria es el frío. Y si hay algo más molesto que el frío es la lluvia. Claro que el frío y la lluvia no son sino nimiedades cuando tienes que soportar diariamente a tu centurión. Y se me plantearía un gran dilema si tuviese que decir si es peor un centurión o una emboscada de guerrilleros cántabros. Verdaderamente, no se podía decir que un fuerte en lo alto de una loma en las montañas del norte de Hispania fuese el destino soñado por un legionario. Y menos aún si el legionario en cuestión tiene cumplidos diecisiete de los veinte años de servicio.
Podía haber pasado mis últimos tres años en la legión en algún cálido y tranquilo puesto en el sur de la Galia, cerca de Narbo, y así hubiera sido de no haberse rebelado los malditos cántabros. No obstante, sería más conveniente presentarme antes de ponerme a hablar de lo que no sé. Mi nombre completo es Cneo Valerio Atello. Por motivos prácticos no lo uso entero excepto para presentarme ante oficiales superiores y cobrar la paga. En general se me conoce como Valerio.
Como la mayoría de mis compañeros, soy hijo de legionario. Mi padre sirvió en la IX con el divino Julio César. Era de un pueblecito del Lacio, no lejos de Roma, al igual que mi madre. En ese mismo pueblo me crié yo mientras él hacía historia participando en la gloriosa conquista de las Galias. Apenas le conocí, casi nunca hable con él, pero cuando nos informaron que había muerto en Farsalia lloré como si hubiésemos pasado mis trece años de vida juntos. Mi madre soportó el golpe con una firmeza admirable, quedando sola a cargo de mí y mis tres hermanos. Afortunadamente, contó con el apoyo del hermano de mi padre, centurión, que siempre que el deber se lo permitía pasaba a vernos y, de paso, dejar algo del botín de sus campañas que contribuyese a relajar el precario estado de nuestras rentas. Entre esto y parte de la pensión de mi padre, pude recibir una educación considerable para ser el hijo de un modesto legionario. Mi madre esperaba que de este modo pudiese encontrar algún trabajo decente y, sobre todo, desterrase la idea de seguir los pasos de mi progenitor.
-¿Para qué? ¿Para qué te mate un germano, un parto o peor aún, un romano, como a tu padre? Y todo para mayor gloria de un senador que quiere hacer carrera ganando batallas.
Era cierto, los legionarios luchábamos a las ordenes de generales que odiaban ponerse la armadura, se desmayaban al ver sangre y luego volvían a su casa del Palatino contando hazañas de batallas en las que ni siquiera estuvieron. Pero también era cierto, y mi madre no era ajena a ello, que más allá del prestigio de un petimetre, luchábamos por Roma. Cuando uno tiene 37 años y ha pasado la mitad de su vida entre marchas, instrucción y alguna eventual carnicería, el ideal de Roma no parece importar mucho. Pero, por Júpiter, con 18 años las cosas se ven distintas. Por eso, a la mínima de cambio aproveché para abandonar el cuidado materno (que en los siguientes años habría de añorar) y pasar a servir bajo las águilas. La oportunidad se me presentó con el  vil asesinato de Julio César y el estallido de una nueva guerra civil. Los legionarios de César marcharon a vengar a su amado líder a las órdenes de Marco Antonio y de nuestro glorioso princeps Augusto, por entonces simplemente Octavio. Entre ellas estaba la Legio IV Macedónica, a la que había sido transferido mi padre y en la que murió. La diosa Fortuna, o tal vez Marte, señor de la Guerra, quiso que la IV estuviese escasa de efectivos, y no tardé ni un momento en correr a alistarme. Conmigo lo hicieron centenares de jóvenes, como yo, que buscaban seguir la estela de sus padres y hallar la gloria. Así funcionan las legiones romanas, las plazas de los fallecidos se ocupan con los hijos de estos. Jóvenes que, incautos, llenos de ardor patriótico y con las historias de sus padres rondando sus cabezas, se comprometen a pasar los siguientes veinte años de su vida en la legión. Y veinte años entonces no lo parece, pero cuando llevas ya cinco empiezas a pensar que es un periodo demasiado largo.
Y ahora heme aquí, legionario Cneo Valerio Atello, I centuria, II manípulo, II cohorte, Legio IV Macedónica. He combatido contra los asesinos de César en Filipos y Perusa, contra Marco Antonio en Accio, contra los galos en Aquitania y, finalmente, contra los cántabros. Eso es suficiente como para haber comprendido bastante bien en qué consiste la legión: obedece las órdenes, sigue el manual y no habrá problemas. La guerra de los romanos es así; una cosa metódica y automática, pero despiadadamente eficaz. No hay lugar para las hazañas individuales, no hay lugar para los héroes. El auténtico héroe es aquel que mantiene la formación y hace lo que su centurión le manda. La guerra es algo necesario, es parte inseparable de Roma, pero no la hacemos con gusto. Eso sí, si hay que hacerla se hace bien. Los bárbaros van a la guerra como a un juego, o casi un ritual. Se citan, se insultan, se matan, se saquean y cada uno para su casa hasta la semana que viene. Nosotros tratamos de que una guerra sea lo más rápida y limpia posible. Decidirla en una única batalla bien librada y luego establecer la Pax Romana. Eso es lo que hace que seamos tan distintos; ellos luchan por costumbre, nosotros por obligación.
Y a eso vino la campaña de Cantabria, un charco en el cual mi legión se metió tan profundo que aún estamos intentando salir. Los cántabros y sus vecinos, los astures, han vivido siempre de lo que saquean en sus incursiones, a veces contra ellos mismos y otras, las más, contra sus sufridos vecinos del sur, las tribus del llano. Cuando estas últimas se sometieron a Roma, cántabros y astures no vieron motivo para abandonar sus costumbres. Las escaramuzas con las patrullas fronterizas no les amedrentaron, y la zona se convirtió en un caos. Las aldeas eran primero saqueadas por los cántabros, y luego quemadas por los romanos en sus a menudo indiscriminadas represalias. La situación no parecía tener salida, ya que después de cada ataque, los bárbaros se refugiaban en sus inaccesibles cumbres, donde nada podía amenazarles.
Finalmente, el princeps Augusto, cuya fortuna va a la par que su sagacidad, vio en lo que los senadores creían un avispero una magnífica oportunidad. Invadiendo Cantabria conseguía terminar con los últimos hispanos no sometidos a Roma, ganarse el favor de los que si lo estaban al librarles de sus molestos vecinos norteños y conseguir engrandecer su imagen ante el pueblo romano como general victorioso. Y es que no por nada el débil y enfermizo sobrino de César había llegado a ser el dueño de Roma.
Para la campaña, el princeps no escatimó en recursos. Tres legiones al completo se reunieron en Segisama, al sur de las tierras Cántabras, esperando la llegada de Augusto. Una de ellas era la IV Macedónica. Acabábamos de sofocar una revuelta en Aquitania cuando nos llegó la orden. A nadie le hizo mucha gracia, pero los romanos no discutimos las órdenes. Cuando Augusto llegó a Segisama, le estaban esperando nada menos que 30.000 hombres.
No es este lugar, ni soy yo el más indicado, para contar los pormenores de la guerra. Baste decir que fue larga, dura y sangrienta. Los cántabros se unieron para hacer frente a la invasión. Al principio se dispusieron a plantar cara en campo abierto. La subsiguiente carnicería les convenció de no volver a intentarlo. Y en mala hora. Desde ese momento luchamos contra un enemigo invisible, que aparecía y desaparecía en segundos, segando la vida de varios legionarios. A los ataques se sumaba el frío, la lluvia y la dificultad del terreno. Avanzábamos por pasos de montaña cubiertos de nieve o a través de bosques en los que detrás de cada árbol se ocultaba un guerrillero sediento de sangre romana. Las vías de suministro se alargaron y empezó a faltar comida. Al final, la aparición de la Legio IX por la retaguardia de los cántabros consiguió encauzar la situación. Con cuatro legiones avanzando en perpendicular, los bárbaros se replegaron al corazón de sus tierras, cercados como las fieras. Al final, quedaron encerrados en el castro de Aracillum, donde pusimos fin a la campaña con un baño de sangre.
Un asunto desagradable el de esta campaña. Mucho sufrimiento, mucha sangre, muchos muertos y muy poco provecho para un legionario. Los cántabros son un pueblo pobre y ninguno de nosotros saco mucho botín para aumentar la pensión. Pensión que en el caso de muchos compañeros se convirtió en pago de sus honras fúnebres. Fue el caso del bueno de Lucio, siempre dispuesto a echar una mano, al que enterramos en lo alto de las cumbres cuando murió congelado. O el de Appio, un tipo antipático pero valiente que recibió tres lanzazos en Vellica protegiendo al estandarte.
Por todo ello, al terminar la campaña, no había nada que deseásemos más que abandonar aquellas tierras inhóspitas. Pensábamos, con razón, que nos habíamos ganado a pulso un destino tranquilo para los próximos años, pero el alto mando tenía otros planes para la IV Macedónica. Se nos estableció de guarnición de los territorios conquistados, como garantes de la Pax Romana. Nuestra misión era mantener en calma la zona y dar los primeros pasos para la romanización de los cántabros, bastante poco dispuestos a ser romanizados.
El campamento principal se estableció en la paupérrima localidad de Segisama. Sin embargo, a efectos prácticos la mayor parte de la Legión estaba repartida por toda Cantabria, dividida en guarniciones de unos centenares de hombres que controlaban los principales pasos de montaña y las poblaciones indígenas más notables. Y a la I centuria del II manípulo de la II cohorte se nos reservó un puesto de guardia especialmente miserable en una zona que, como se vería luego, distaba mucho de estar lista para ser romanizada.
Un optio (suboficial) informa a su centurión, según A. García Pinto . El uniforme de
ambos contiene elementos  altoimperiales, que empezaron a usarse con Augusto.