"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










viernes, 19 de agosto de 2011

Metauro: la última esperanza de Cartago

La Segunda Guerra Púnica fue un conflicto de tremendas proporciones que sacudió el mundo antiguo como nada lo había hecho desde las campañas de Alejandro Magno. El choque de las dos superpotencias mediterráneas, Roma y Cartago, fue el equivalente a la Segunda Guerra Mundial de la Edad Antigua. En dieciséis años de guerra surgieron y cayeron generales como Aníbal, Fabio o Escipión, que se convertirían en referentes para todas las generaciones de militares venideras. España, Italia y África vieron derramarse la sangre de cientos de miles de soldados romanos, cartagineses, griegos, iberos, galos, ligures y númidas, entre otros, que perecieron en batallas de la fama de Cannas, Zama, el asedio de Siracusa o la caída de Cartago Nova. Al final, como no podía ser de otra manera en conflagración semejante, el perdedor desapareció de la faz de la tierra y el vencedor se alzó como dueño indiscutible de los destinos de un tercio de la población mundial durante los siguientes seis siglos.
A lo largo de toda la guerra, la suerte cambió de bando varias veces y hubo muchos momentos decisivos para la historia. En concreto, el objetivo de estas líneas es destacar uno en concreto, el abril de 207 a. C., cuando se libró la batalla de Metauro. Esta suele quedar eclipsada por ocurrir entre dos hitos como son Cannas y Zama, pero su importancia no fue en absoluto menor.
El plan cartaginés
En el año 208 a. C., la Segunda Guerra Púnica llevaba ya diez años de lucha ininterrumpida. Aníbal había llevado la guerra a Italia, cruzando los Alpes y aplastando a los romanos en Trebia, Trasimeno y especialmente Cannas. Sin embargo, el genio cartaginés no supo ir más allá. Su falta de arrojo para atacar Roma, la resistencia del pueblo romano y la fidelidad de los aliados italianos redujeron el ejército de Aníbal a una banda de saqueadores errabundos. Entretanto, un joven patricio, Publio Cornelio Escipión, decidió devolver el golpe y atacar Hispania, la base de operaciones de Cartago. Era una empresa temeraria al mando de un muchacho desconocido, pero el Senado le dio un voto de confianza y Escipión no decepcionó. Según desembarcó, capturó Cartago Nova (nuestra Cartagena), capital de la Hispania púnica.
Los cartagineses veían como la victoria que tenían casi al alcance de la mano se alejaba a una velocidad inquietante. Aníbal, sumido en la inactividad, fue rodeado en el sur de Italia, cercado por un ejército consular[1]. El resto de las tropas cartaginesas estaban en el sur de Hispania, a las órdenes del hermano de Aníbal, Asdrúbal, y se enfrentaban al motivado ejército de Escipión. Los dirigentes de Cartago decidieron volver a arriesgar y dar un giro a la situación con una nueva invasión de Italia. El plan era que parte del ejército de Hispania cruzase los Alpes y entrase en la península itálica por el norte, dónde uniría fuerzas con Aníbal, en el sur. Era un plan que manifiesta la desesperación de los cartagineses. Para empezar, reducir las tropas en Hispania con Escipión campando a sus anchas por el Levante era muy peligroso. Además, cruzar los Alpes es más fácil de decir que de hacer. Y por último, el norte de Italia estaba repleto de ejércitos romanos.
Para llevar al éxito semejante plan Cartago designó a su mejor general después de Aníbal, Asdrúbal. Este no tenía nada que envidiar a su hermano como estratega, y compartía su arrojo y  su astucia. Asdrúbal tomó una parte importante del ejército de Hispania para cumplir su misión y dejó al resto al mando de su tocayo, Asdrúbal Giscón, con instrucciones de mantener las posesiones cartaginesas en la Bética (Andalucía). Para salir de Hispania, Asrdúbal tuvo que zafarse de Escipión, que enterado de las intenciones de los púnicos trató de detenerle. El romano alcanzó a Asdrúbal en Baecula (cerca de Bailén) y formó dispuesto a presentar batalla. Asdrúbal lo último que quería era arriesgarse a un enfrentamiento con Escipión. Incluso en caso de ganar, perdería tiempo y efectivos, quedando en muy mala situación para acometer su empresa. Lo que ocurrió en Baecula se presta a muchas interpretaciones. De hecho, incluso se discute si llegó a haber batalla. Lo que está claro es que Asdrúbal no planteó el combate con vistas a la victoria sino a la huida. Parece ser que el grueso de su ejército partió antes de iniciarse el combate y que las tropas de Escipión se enfrentaron solo a la infantería ligera, que quedó como distracción. Lo que es indiscutible es el resultado: Escipión derrotó a un contingente cartaginés y tomó su campamento, pero gran parte del ejército de Asdrúbal consiguió escapar. Cruzaron los pirineos por el País Vasco, zona libre de vigilancia romana. A su paso por la Galia, Asdrúbal reclutó 10.000 galos atraídos por su odio a Roma y el abundante oro cartaginés, así como ligures del sur de Francia y el noroeste de Italia.
Legionarios de la Segunda Guerra Púnica. Podemos ver a un hastatus o
princep (izquierda), un velite (centro) y un veterano triarius (derecha)

La marcha de Claudio Nerón
Así las cosas, el cartaginés cruzó los Alpes la primavera del 207, once años después que su hermano. A diferencia de este, salió bastante bien parado de la experiencia y se presentó en el norte de la península itálica con unos 30.000 hombres. El pánico invadió a los romanos. Como si no fuese suficiente con tener a Aníbal en el sur, ahora su hermano aparecía en el norte. Los dos generales brillantes, la posibilidad de que uniesen sus fuerzas podía poner fin a la guerra con una victoria total púnica. Un ejército del tamaño de aquel, comandado por los hermanos Barca sería capaz de destrozar a cualquier contingente romano que el Senado pudiese reunir. Además, parecía seguro que con la noticia de la llegada de Asdrúbal, Aníbal abandonaría su inactividad, encerrando a Roma entre dos ejércitos. La elección de los cónsules de ese año fue muy tensa, pues estaba claro que de la actuación de estos dependería el futuro de Roma. Pero lo cierto es que Roma estaba falta de líderes. Con Escipión en Hispania, pocos parecían capaces de afrontar la tarea de derrotar a los hermanos Barca. Finalmente, el desesperado Senado recurrió a Marco Livio como cónsul de la Plebe, un anciano general retirado del mando por supuestas irregularidades en el reparto del botín. Livio estaba resentido contra el Senado, pero al comprender la situación aceptó el puesto. Pero, aunque nadie lo sabía aún, la salvación de Roma dependería de la elección del cónsul patricio. El escogido fue Gayo Claudio Nerón, un noble veterano de las campañas contra Aníbal en Italia y contra Asdrúbal en Hispania. Nerón no había destacado como gran general, y contaba pocas glorias en su historial, pero era lo mejor que había. Roma se enfrentaba a los geniales hermanos Barca con dos generales desconocidos que además se odiaban entre sí. ¿Darían la talla Livio y Nerón?
El Senado designó a Livio para enfrentarse a Asdrúbal y a Nerón para contener a Aníbal, cada uno al mando de tres ejércitos. Livio corrió al norte y tomó el mando de los tres ejércitos de allí: uno encargado de evitar tentativas de rebelión por parte de los aliados etruscos, otro, bajo el mando del pretor Porcio, debía presionar a Asdrúbal y el tercero y más grande, dirigido por Livio en persona, aguardaba los movimientos del cartaginés. Por su parte, Nerón organizó a sus tres ejércitos, que sumaban 42.500 hombres, en dos fuerzas que bloqueasen las posibles vías por las que Aníbal podía intentar unirse a su hermano, la costa adriática y la vía Flaminia. El vencedor de Cannas, sin embargo, mantenía una buena posición en el sur de la península en la cual podía recibir provisiones y refuerzos por mar desde Cartago. Por ello, no quiso internarse en el centro de Italia, perdiendo su ruta de suministro, sin haber recibido antes un mensaje de su hermano.
Asdrúbal, entretanto, había sitiado sin éxito la ciudad de Placencia. Tras levantar el sitio, y siempre con Porcio detrás, avanzó hasta Fanum Fortunae, en la costa adriática, donde encontró esperándole a Livio. En tales circunstancias, Asdrúbal sabía que no tenía hombres suficientes para hacer frente a Livio y Porcio y luego seguir hacia el sur, así que se replegó y mandó seis jinetes a avisar a Aníbal, cuyo ejército si estaba en condiciones de atravesar Italia. La idea era que Asdrúbal cruzase los Apeninos y se reuniese con Aníbal en Umbría. Pero ninguno de los seis emisarios llegó a su destino. Aníbal había cambiado su posición sin que su hermano se enterase y los jinetes no le encontraron. Los romanos, en cambio, si les encontraron a ellos, y los seis fueron apresados por una partida de forrajeadores del ejército de Nerón.
Cuando Nerón recibió el mensaje, juzgó la situación de máxima importancia. Hizo entonces algo increíble, algo totalmente inesperado y nada propio de un general de segunda fila. En palabras de Tito Livio “prefería improvisar algo nuevo e inesperado; algo que en un principio causara tanta alarma entre los ciudadanos romanos como entre el enemigo, pero que, caso de ser realizado con éxito, convertiría dichos temores en general contento”[2]. Nerón decidió incumplir las órdenes del Senado, que le indicaban que debía permanecer en la región asignada y vigilar a Aníbal, y marchar en ayuda de Livio. Envió a Roma la carta de Asdrúbal junto con una suya explicando sus intenciones y sin esperar permiso seleccionó a 7.000 hombres de su ejército y partió hacia el norte, dejando al resto al mando de Quinto Casio para retener a Aníbal.
En Roma, el Senado montó en cólera. Nerón, desobedeciéndoles, había reducido el número de tropas que vigilaban a Aníbal y abandonado a su ejército. Ya podían ver a Aníbal campando a sus anchas por los alrededores de Roma mientras Nerón corría a suicidarse en una maniobra estúpida contra Asdrúbal. Por si no fuese poco, el cónsul tuvo el atrevimiento de, en su carta, dar instrucciones al Senado acerca de cómo distribuir a las tropas para prevenir un ataque por pate de Aníbal. Pero, aunque los senadores no lo creyesen, Nerón sabía muy bien lo que hacía. Livio no entablaría batalla con Asdrúbal a no ser que no tuviese otro remedio, y era muy urgente acabar con él antes de que Aníbal decidiese actuar, pues creía con acierto que Roma no podría enfrentarse a ambos a la vez. Nerón no ignoraba que al llevarse 7.000 hombres, debilitaba su bloqueo y Aníbal no tendría problemas en romperlo en cuanto recibiese la noticia. Pero la increíble idea del cónsul era derrotar a Asdrúbal y volver antes que Aníbal se enterase siquiera de que se había ido. Para ello, partió con la mayor discreción, y a fin de ganar tiempo mando jinetes por delante ordenando que a su camino las ciudades y pueblos depositasen víveres. Así, a marchas forzadas, Nerón y sus hombres cruzaron Italia mientras a su camino los italianos se agolpaban para llevarles víveres, acémilas y carros, para aclamarles y rezar a los dioses por el éxito del osado cónsul. Nerón no se detuvo ni un instante. Los legionarios dormían por turnos en los carros de manera que incluso de noche continuaba la marcha. Durante el trayecto, muchos voluntarios se unieron al ejército; jóvenes deseosos de combatir al invasor o veteranos licenciados con ganas de revancha. Mientras en Roma se tildaba a Nerón de traidor y loco, la costa adriática le aclamaba como un héroe en un estallido de ardor patriótico.
Nerón se reunió con Livio y Porcio, que debían de estar considerablemente sorprendidos, y les indicó que era vital que Asdrúbal no notase su llegada. Por ello, los generales romanos hicieron entrar a los refuerzos de noche y en silencio. Para que los exploradores cartagineses no notasen un aumento de la extensión del campamento, cada soldado y oficial de Nerón se alojó junto a uno de Livio. A la mañana siguiente, Livio convocó un consejo de guerra y sugirió esperar a que los hombres de Nerón descansasen para atacar. Pero Claudio Nerón se negó, recalcando que había que atacar antes de que Asdrúbal se diese cuenta de que estaba allí y Aníbal de que no estaba en el sur. Tal y como lo expuso, ninguno se atrevió a contradecirle y el ejército romano formó en línea de combate.
Al formar, tal y como era costumbre en las legiones, se dio un toque de trompeta por cada oficial jerárquico. Y aquí, todo el cuidado de los romanos en su ardid se malogró, pues la trompeta sonó tres veces, una Porcio, otra por Livio y una tercera vez. Los exploradores de Asdrúbal informaron a su general y el cartaginés, tras inspeccionar la línea romana y notar que parecía haber más hombres de lo calculado, dedujo que se enfrentaba a los dos cónsules. No sabía cuántos hombres había traído Nerón y asustado por las dudas esperó a la noche y ordenó la retirada, esperando burlar a los romanos y contactar con Aníbal por otro camino. Pero durante la noche, mientras atravesaba el valle del río Metauro, sus guías desertaron y se perdió. Al amanecer, se hallaba en una cañada abrupta del río, y los romanos le habían alcanzado.
La batalla de Metauro
Sin otra posibilidad, Asdrúbal formó a sus hombres lo mejor que pudo en el terreno tan irregular. Su ejército se dividía en tres grupos: los ligures, los galos y los hispanos. Estos últimos eran los únicos a la altura de las legiones, una verdadera élite de guerreros fieros y disciplinados. Los ligures eran tropas ligeras que encontrarían mucha dificultad en hacer frente a los legionarios y los galos eran poco más que una masa de salvajes indisciplinados sin ningún valor táctico y que encima se habían emborrachado durante la noche y apenas sabían dónde estaban. Con tan deficiente ejército, Asdrúbal hizo un despliegue maravilloso que trataba de suplir las carencias de sus hombres. Su flanco izquierdo se lo encargó a los galos. Puesto que sabía que de llegar al combate cerrado los legionarios les harían picadillo, los colocó sobre una escarpada colina, casi inexpugnable. En el centro, los ligures debían aguantar apoyados por varios elefantes y la clave residía en le flanco derecho: allí se situó el Barca en persona, al mando de los hispanos. Asdrúbal confiaba en que los galos y los ligures, reforzados por el terreno los unos y por elefantes los otros, aguantasen lo suficiente como para que el flanco derecho hispano envolviese a los romanos y obtuviese la victoria[3].
Los romanos, por su parte, desplegaron parejos a los contingentes púnicos. Nerón, en la derecha romana, frente a los galos; Porcio en el centro ante los ligures y justo a su izquierda, Livio se encaró a los hispanos de Asdrúbal. Cabe mencionar que los galos y los hombres de Nerón quedaban bastante separados del resto de sus respectivos ejércitos. 
La batalla comenzó al atacar los hispanos a las tropas de Livio, que respondieron con resolución. A la vez, los elefantes se lanzaron sobre la línea romana, abriendo brechas en las filas de Livio y Porcio. En unos instantes todo el centro y el flanco izquierdo romanos se halaban trabados en combate. Tomando la iniciativa, los legionarios avanzaron contra sus enemigos cruzando el Metauro. Los hispanos y los ligures les recibieron con nubes de proyectiles varios y feroces cargas. El griterío y la confusión aturdieron a los elefantes, que ya sin obedecer a sus conductores empezaron a arremeter contra romanos y púnicos por igual, desatando el caos en el centro de ambos ejércitos. Los legionarios lograron rechazarlos mediante el acoso de los velites, la infantería ligera romana, que los acribillaba con sus jabalinas. Viendo el peligro de que los animales acabasen aplastando a los ligures, los conductores tuvieron que matar a muchos de sus elefantes, mientras otros lograron alejarlos de la refriega. En cualquier caso, las bestias quedaron fuera de combate, pero la lucha distaba de estar decidida. Los ligures aguantaban y los hispanos estaban causando serios problemas a Livio. Asdrúbal, desde retaguardia, animaba a sus hombres a hacer un último esfuerzo y romper la línea romana.
Algo más lejos, Nerón perdía la paciencia. Sus hombres no eran capaces de superar el difícil terreno que le separaba de los galos, y estos, probablemente por orden de sus oficiales de enlace cartagineses, no movieron ni un dedo por entablar combate. Nerón podía oír los gritos, vítores,  y quejidos del combate que se libraba a su izquierda, mientras el se hundía en el fango tratando de forzar la lucha. Pronto se percató de que los galos no hacían sino distraerle del combate principal. Demostrando una vez más su valentía, arrojo y brillantez, concluyó que no pensaba perderse la batalla después de haber realizado la marcha más insólita y orquestado el ardid más ingenioso de la historia de la Republica. Dejando a parte de sus hombres frente a los galos, tomo algunas cohortes y se replegó hasta quedar oculto los ojos del enemigo. Entonces, recorrió toda la línea de combate romana para ir de su flanco al de Livio. Esta segunda marcha de Nerón fue mucho más corta pero igualmente sorprendente. El manual militar romano, que los cónsules y pretores seguían al pie de la letra, confiaba la victoria en la fuerza de la  embestida de las centurias y en la superior disciplina de los legionarios, sin arriesgar en elaboradas maniobras. Nerón había demostrado de nuevo ser un general de lo más heterodoxo, uno de los grandes.
Tomado de "Batallas Decisivas: Tomo I" de J.F.C. Fuller RBA
Asdrúbal debió frotarse los ojos con incredulidad cuando el cónsul patricio apareció por su derecha, le desbordó y atacó su retaguardia. ¿De dónde salían esos romanos? La sorpresa fue tan grande que los excelentes infantes hispanos apenas pudieron reaccionar. Los hombres de Nerón cargaron con furia, salidos aparentemente del mismo infierno. Observando la maniobra de Nerón, de seguro tan atónitos como Asdrúbal, Porcio y Livio ordenaron a sus hombres avanzar en apoyo de sus camaradas. Los hispanos desparecieron bajo las espadas y los escudos de las centurias de los tres generales romanos, y los pocos supervivientes fueron empujados hasta la posición de los ligures, que tampoco pudieron resistir la acometida romana. Por entonces, Asdrúbal ya no vivía. En cuanto comprendió la maniobra de Nerón supo que había perdido la batalla. Como Barca que era, no podía permitir que Nerón y Livio le paseasen por Roma atado tras el carro triunfal. Asdrúbal, uno de los mejores generales de la antigüedad, desenfundó su espada y se arrojo sorbe las filas de legionarios, que dieron buena cuenta de él. Los últimos restos del ejército púnico huían sin orden alguno. Los galos, ignorantes de la catástrofe hasta muy tarde, tuvieron que luchar, siendo literalmente barridos por los romanos.
Después de Metauro
10.000 púnicos y aliados cayeron ese día en la cañada del río Metauro. 2.000 romanos dejaron también sus vidas para salvar la de Roma. De un plumazo, la amenaza del norte había dejado de existir. Porcio y Livio, este último de mala gana seguramente, felicitaron a Nerón. El arquitecto de la victoria, sin embargo, no se demoró ni unas horas. Apenas hubo terminado la batalla partió de vuelta a su campamento en el sur de Italia, batiendo su propio record de la ida. Nerón entró en su campamento seis días después de haberse ido. Aníbal ni siquiera se había enterado de su partida. El victorioso cónsul trajo de Metauro un regalo para el cartaginés: un jinete romano arrojó al campamento de Aníbal una bolsa que contenía la cabeza de su hermano. Dicen que al verla, Aníbal se convenció de la imposibilidad de derrotar a Roma.
En cuanto a nuestros protagonistas, Livio, Porcio y Nerón siguieron siendo personajes influyentes en la política romana hasta su muerte, pero ninguno volvió a destacar en el campo de batalla, ni siquiera Nerón, cuya brillantez queda fuera de dudas. Los dos cónsules gozaron de un Triunfo en Roma por su victoria, el primero concedido el la Segunda Guerra Púnica, y, a pesar de su enemistad, tuvieron que compartir mandatos varias veces, coincidiendo el uno con el otro  a lo largo de sus carreras.
 Metauro fue el mazazo que terminó con las esperanzas de los cartagineses. En efecto, no solo había muerto Asdrúbal y desaparecido su ejército. Mientras estos hechos tenían lugar, en Hispania el joven Escipión había vencido a Asdrúbal Giscón en Ilipa, expulsando a los cartagineses de la península ibérica. Precisamente Escipión invadiría África en el 205, llevando la guerra a las puertas de Cartago como Aníbal había hecho con Roma. El final es bien sabido: Aníbal volvió a defender su patria y el mejor púnico se enfrentó al mejor romano en la llanura de Zama. Era el año 202 a.C. y ni el mismo Aníbal pudo vencer al destino. La derrota de Zama no fue un hecho aislado, sino el resultado de una serie de errores y desastres cartagineses cuyo punto de inflexión fue la batalla de Metauro



[1] En la Roma republicana se reclutaba un ejército para cada cónsul. Había dos cónsules que ostentaban la máxima autoridad política y militar por un año, uno patricio y otro plebeyo.
[2] Livio XXVII 43 (citado del libro de J.F.C Fuller “Batallas Decisivas Tomo I” Editorial RBA 2005)
[3] El desplegar a la élite en un flanco (el derecho, en general) para desbordar por él al enemigo es una táctica helenística de origen beocio, muy popular entre los macedonios. Ejemplos de ella los vemos en Leuctra (371 a.C.) o Gaugamela (331 a.C.).

martes, 5 de julio de 2011

Cantabria conquistada

Siento muchísimo no colgar entradas más a menudo en este blog. Es verdaderamente triste que entre cada artículo haya intervalos de meses enteros. No voy a mentir diciendo que dedicó a El Rodelero todo el tiempo que puedo, pero tampoco lo haría diciendo que no puedo dedicarle todo el tiempo que me gustaría. En cualquier caso, creo que es mi deber pedir perdón a los amables lectores y agradecerles su paciencia con la aparente inmutabilidad de este blog. Trataré de continuar escribiendo acerca de batallas famosas y no tan famosas, y haré todo cuanto esté en mi mano por retomar la abandonada serie de Generales de la Guerra del Peloponeso, en la que he dejado a nuestro apreciado Brásidas en plena Calcídica y peleado con el rey de Macedonia.

Me temo, no obstante, que muy a mi pesar esto  puede no materializarse hasta dentro de algunos eones. Por lo tanto, y como insuficiente e insignificante compensación a los que tengan la amabilidad de leer esto, les dejo a continuación el inicio del capítulo primero de una modesta novelita que estoy escribiendo sobre las viviencias de un desafortunado manípulo romano destacado de guarnición en la recién conquistada Cantabria (año 25 a.C.).

* * *


Lo más molesto de Cantabria es el frío. Y si hay algo más molesto que el frío es la lluvia. Claro que el frío y la lluvia no son sino nimiedades cuando tienes que soportar diariamente a tu centurión. Y se me plantearía un gran dilema si tuviese que decir si es peor un centurión o una emboscada de guerrilleros cántabros. Verdaderamente, no se podía decir que un fuerte en lo alto de una loma en las montañas del norte de Hispania fuese el destino soñado por un legionario. Y menos aún si el legionario en cuestión tiene cumplidos diecisiete de los veinte años de servicio.
Podía haber pasado mis últimos tres años en la legión en algún cálido y tranquilo puesto en el sur de la Galia, cerca de Narbo, y así hubiera sido de no haberse rebelado los malditos cántabros. No obstante, sería más conveniente presentarme antes de ponerme a hablar de lo que no sé. Mi nombre completo es Cneo Valerio Atello. Por motivos prácticos no lo uso entero excepto para presentarme ante oficiales superiores y cobrar la paga. En general se me conoce como Valerio.
Como la mayoría de mis compañeros, soy hijo de legionario. Mi padre sirvió en la IX con el divino Julio César. Era de un pueblecito del Lacio, no lejos de Roma, al igual que mi madre. En ese mismo pueblo me crié yo mientras él hacía historia participando en la gloriosa conquista de las Galias. Apenas le conocí, casi nunca hable con él, pero cuando nos informaron que había muerto en Farsalia lloré como si hubiésemos pasado mis trece años de vida juntos. Mi madre soportó el golpe con una firmeza admirable, quedando sola a cargo de mí y mis tres hermanos. Afortunadamente, contó con el apoyo del hermano de mi padre, centurión, que siempre que el deber se lo permitía pasaba a vernos y, de paso, dejar algo del botín de sus campañas que contribuyese a relajar el precario estado de nuestras rentas. Entre esto y parte de la pensión de mi padre, pude recibir una educación considerable para ser el hijo de un modesto legionario. Mi madre esperaba que de este modo pudiese encontrar algún trabajo decente y, sobre todo, desterrase la idea de seguir los pasos de mi progenitor.
-¿Para qué? ¿Para qué te mate un germano, un parto o peor aún, un romano, como a tu padre? Y todo para mayor gloria de un senador que quiere hacer carrera ganando batallas.
Era cierto, los legionarios luchábamos a las ordenes de generales que odiaban ponerse la armadura, se desmayaban al ver sangre y luego volvían a su casa del Palatino contando hazañas de batallas en las que ni siquiera estuvieron. Pero también era cierto, y mi madre no era ajena a ello, que más allá del prestigio de un petimetre, luchábamos por Roma. Cuando uno tiene 37 años y ha pasado la mitad de su vida entre marchas, instrucción y alguna eventual carnicería, el ideal de Roma no parece importar mucho. Pero, por Júpiter, con 18 años las cosas se ven distintas. Por eso, a la mínima de cambio aproveché para abandonar el cuidado materno (que en los siguientes años habría de añorar) y pasar a servir bajo las águilas. La oportunidad se me presentó con el  vil asesinato de Julio César y el estallido de una nueva guerra civil. Los legionarios de César marcharon a vengar a su amado líder a las órdenes de Marco Antonio y de nuestro glorioso princeps Augusto, por entonces simplemente Octavio. Entre ellas estaba la Legio IV Macedónica, a la que había sido transferido mi padre y en la que murió. La diosa Fortuna, o tal vez Marte, señor de la Guerra, quiso que la IV estuviese escasa de efectivos, y no tardé ni un momento en correr a alistarme. Conmigo lo hicieron centenares de jóvenes, como yo, que buscaban seguir la estela de sus padres y hallar la gloria. Así funcionan las legiones romanas, las plazas de los fallecidos se ocupan con los hijos de estos. Jóvenes que, incautos, llenos de ardor patriótico y con las historias de sus padres rondando sus cabezas, se comprometen a pasar los siguientes veinte años de su vida en la legión. Y veinte años entonces no lo parece, pero cuando llevas ya cinco empiezas a pensar que es un periodo demasiado largo.
Y ahora heme aquí, legionario Cneo Valerio Atello, I centuria, II manípulo, II cohorte, Legio IV Macedónica. He combatido contra los asesinos de César en Filipos y Perusa, contra Marco Antonio en Accio, contra los galos en Aquitania y, finalmente, contra los cántabros. Eso es suficiente como para haber comprendido bastante bien en qué consiste la legión: obedece las órdenes, sigue el manual y no habrá problemas. La guerra de los romanos es así; una cosa metódica y automática, pero despiadadamente eficaz. No hay lugar para las hazañas individuales, no hay lugar para los héroes. El auténtico héroe es aquel que mantiene la formación y hace lo que su centurión le manda. La guerra es algo necesario, es parte inseparable de Roma, pero no la hacemos con gusto. Eso sí, si hay que hacerla se hace bien. Los bárbaros van a la guerra como a un juego, o casi un ritual. Se citan, se insultan, se matan, se saquean y cada uno para su casa hasta la semana que viene. Nosotros tratamos de que una guerra sea lo más rápida y limpia posible. Decidirla en una única batalla bien librada y luego establecer la Pax Romana. Eso es lo que hace que seamos tan distintos; ellos luchan por costumbre, nosotros por obligación.
Y a eso vino la campaña de Cantabria, un charco en el cual mi legión se metió tan profundo que aún estamos intentando salir. Los cántabros y sus vecinos, los astures, han vivido siempre de lo que saquean en sus incursiones, a veces contra ellos mismos y otras, las más, contra sus sufridos vecinos del sur, las tribus del llano. Cuando estas últimas se sometieron a Roma, cántabros y astures no vieron motivo para abandonar sus costumbres. Las escaramuzas con las patrullas fronterizas no les amedrentaron, y la zona se convirtió en un caos. Las aldeas eran primero saqueadas por los cántabros, y luego quemadas por los romanos en sus a menudo indiscriminadas represalias. La situación no parecía tener salida, ya que después de cada ataque, los bárbaros se refugiaban en sus inaccesibles cumbres, donde nada podía amenazarles.
Finalmente, el princeps Augusto, cuya fortuna va a la par que su sagacidad, vio en lo que los senadores creían un avispero una magnífica oportunidad. Invadiendo Cantabria conseguía terminar con los últimos hispanos no sometidos a Roma, ganarse el favor de los que si lo estaban al librarles de sus molestos vecinos norteños y conseguir engrandecer su imagen ante el pueblo romano como general victorioso. Y es que no por nada el débil y enfermizo sobrino de César había llegado a ser el dueño de Roma.
Para la campaña, el princeps no escatimó en recursos. Tres legiones al completo se reunieron en Segisama, al sur de las tierras Cántabras, esperando la llegada de Augusto. Una de ellas era la IV Macedónica. Acabábamos de sofocar una revuelta en Aquitania cuando nos llegó la orden. A nadie le hizo mucha gracia, pero los romanos no discutimos las órdenes. Cuando Augusto llegó a Segisama, le estaban esperando nada menos que 30.000 hombres.
No es este lugar, ni soy yo el más indicado, para contar los pormenores de la guerra. Baste decir que fue larga, dura y sangrienta. Los cántabros se unieron para hacer frente a la invasión. Al principio se dispusieron a plantar cara en campo abierto. La subsiguiente carnicería les convenció de no volver a intentarlo. Y en mala hora. Desde ese momento luchamos contra un enemigo invisible, que aparecía y desaparecía en segundos, segando la vida de varios legionarios. A los ataques se sumaba el frío, la lluvia y la dificultad del terreno. Avanzábamos por pasos de montaña cubiertos de nieve o a través de bosques en los que detrás de cada árbol se ocultaba un guerrillero sediento de sangre romana. Las vías de suministro se alargaron y empezó a faltar comida. Al final, la aparición de la Legio IX por la retaguardia de los cántabros consiguió encauzar la situación. Con cuatro legiones avanzando en perpendicular, los bárbaros se replegaron al corazón de sus tierras, cercados como las fieras. Al final, quedaron encerrados en el castro de Aracillum, donde pusimos fin a la campaña con un baño de sangre.
Un asunto desagradable el de esta campaña. Mucho sufrimiento, mucha sangre, muchos muertos y muy poco provecho para un legionario. Los cántabros son un pueblo pobre y ninguno de nosotros saco mucho botín para aumentar la pensión. Pensión que en el caso de muchos compañeros se convirtió en pago de sus honras fúnebres. Fue el caso del bueno de Lucio, siempre dispuesto a echar una mano, al que enterramos en lo alto de las cumbres cuando murió congelado. O el de Appio, un tipo antipático pero valiente que recibió tres lanzazos en Vellica protegiendo al estandarte.
Por todo ello, al terminar la campaña, no había nada que deseásemos más que abandonar aquellas tierras inhóspitas. Pensábamos, con razón, que nos habíamos ganado a pulso un destino tranquilo para los próximos años, pero el alto mando tenía otros planes para la IV Macedónica. Se nos estableció de guarnición de los territorios conquistados, como garantes de la Pax Romana. Nuestra misión era mantener en calma la zona y dar los primeros pasos para la romanización de los cántabros, bastante poco dispuestos a ser romanizados.
El campamento principal se estableció en la paupérrima localidad de Segisama. Sin embargo, a efectos prácticos la mayor parte de la Legión estaba repartida por toda Cantabria, dividida en guarniciones de unos centenares de hombres que controlaban los principales pasos de montaña y las poblaciones indígenas más notables. Y a la I centuria del II manípulo de la II cohorte se nos reservó un puesto de guardia especialmente miserable en una zona que, como se vería luego, distaba mucho de estar lista para ser romanizada.
Un optio (suboficial) informa a su centurión, según A. García Pinto . El uniforme de
ambos contiene elementos  altoimperiales, que empezaron a usarse con Augusto.


lunes, 28 de febrero de 2011

Tapae, 101 d.C.: Trajano vence a los dacios

La batalla de Tapae, que enfrentó a Roma con los dacios, es la mayor victoria del emperador Trajano a lo largo de su dilatada carrera militar. El emperador hispano pasó toda su vida guerreando contra los enemigos de Roma, pero la mayor parte de este tiempo se enfrentó a enemigos que se atrincheraban en fortalezas y ciudades o que acosaban a los romanos en fugaces escaramuzas. En Tapae, no obstante, Trajano tuvo que hacer frente a un ejército completo en orden de batalla y formado en campo abierto. Me atrevería a decir que Tapae fue, de hecho, la última gran victoria del ejército romano en todo su poderío,  ya que a partir de entonces no haría sino luchar por la supervivencia de un imperio que se resquebrajaba.

Decébalo y los dacios
La Dacia se correspondía con la actual Rumania, comprendiendo este reino parte de la llanura húngara por el oeste y los montes Cárpatos ocupando el resto del país. Limitaba con el Imperio Romano al sur, estando separado de la provincia de Moesia por el Danubio. Dada su abrupta geografía, la única manera de penetrar hasta el interior de la Dacia era por el oeste, pasando por la ciudad de Tapae. Esto convirtió a esta población en un punto estratégico y enclave, por lo tanto, de nada menos que cuatro batallas.
 Los dacios eran uno de los pueblos bárbaros más evolucionados, gracias a la influencia de los griegos. De carácter belicoso e indomable, dieron problemas a Roma desde que los romanos entraron en contacto con ellos al ocupar Moesia. Durante el reinado de Domiciano (81-96), las razias de los dacios en territorio romano dieron lugar a una expedición de castigo al mando del Prefecto de la Guardia Pretoriana, Cornelio Fusco, en el año 87. Fusco y sus hombres llegaron hasta Tapae, donde sufrieron una emboscada y fueron aniquilados por un ambicioso caudillo, Diurpanneo, que utilizó esta victoria para erigirse rey de los dacios con el nombre de Decébalo. Una victoria menor romana de nuevo en Tapae al año siguiente no bastó para consolidar el dominio de Roma y Domicinao firmó la paz con Decébalo.
Esta paz, más nominal que otra cosa, le sirvió al rey dacio para reforzar su ejército y, lo que es más, su orgullo. Aprovechando la tregua, Decébalo fomentó los saqueos en Moesia y, como harían los ingleses con sus corsarios en el siglo XVI, cobijó a los bandidos a cambio de parte de los beneficios. Roma, acobardada por el desastre de Fusco, miró hacia otro lado con la esperanza de que en algún momento los dacios cesasen sus saqueos.

La campaña de Trajano
En el año 98 se terminó el chollo para Decébalo, pues ascendió al trono Marco Ulpio Trajano. Trajano era un soldado y un romano, por lo que nada más llegar al poder comenzó a organizar una campaña para meter en cintura al rey dacio y recordarle los acuerdos firmados con Domiciano a golpe de espada.
El ejército que tenía el hispano a sus órdenes era el mejor que había visto el mundo hasta entonces y el mejor que vería hasta mil años después. Roma estaba en el cénit de su gloria y sus legiones eran el símbolo de ese poderío. No es este momento para describir los entresijos de esta fabulosa máquina bélica, pero baste decir que poco tenía que envidiar los ejércitos modernos en cuanto a organización, logística y disciplina.
Trajano reunió siete legiones (I Auditrix, II Auditrix, III Flavia, VII Claudia, I Itálica, V Macedónica y XIII Gémina), cuarenta cohortes auxiliares (formadas por infantería no romana), dieciocho alas de caballería y treinta cohortes mixtas (que incluían infantería y caballería). A esto se sumaban dos cohortes de la Guardia Pretoriana encargadas de la protección del emperador.  El total, unos 80.000 hombres, daban el ejército más grande reunido por Roma desde el primer emperador, Octavio Augusto.
Decébalo debió observar con pavor a esa ingente cantidad de hombres esperando al otro lado del Danubio una orden para abalanzarse sobre él. Pero era un líder inteligente y valiente, y ni se planteó la rendición.
Un decurión de la caballería romana dirige a su patrulla contra un grupo de refugiados dacios.
El año 101, Trajano cruzó el Danubio sobre un improvisado puente de pontones y entró en la Dacia. Decébalo no plantó cara de forma directa, sino que fue retirándose hacia los bosques de los Cárpatos. Las fortalezas que debían frenar a los romanos cayeron una tras otra ante la maquinaria de asedio romana, y la caballería de Trajano cabalgaba delante del ejército dando caza a las partidas de dacios que huían del implacable avance de las legiones. Decébalo se dio cuenta de que Trajano marchaba hacia Tapae. Si el hispano conquistaba la ciudad, tendría el camino despejado para entrar en el corazón del reino. Sabía que tenía que evitarlo, pero era demasiado listo como para colocarse ante el ejército romano y dejar que le masacrasen. Probablemente recordando su victoria sobre Fusco en el mismo lugar, el rey dacio ideó una trampa para acabar con los invasores.

La batalla de Tapae
Trajano, entretanto, estaba ya próximo a Tapae. La ciudad era un infausto recuerdo para los legionarios, que sabían que de las dos últimas batallas libradas allí, una había sido una victoria amarga y la otra una derrota convertida en carnicería. Tapae se hallaba cerrando un estrecho valle delimitado por los montes Semenic al oeste y Banatului al este, ambos cubiertos de frondosos bosques. Decébalo decidió aprovechar el terreno para emboscar a los romanos. Colocó ante la ciudad, en el extremo norte del valle, al grueso de su infantería, con sus espadones curvos (falces) capaces de partir en dos a un legionario de un golpe. Pero eso era el cebo, pues en los montes Banatului, ocultos entre los árboles, esperarían más infantes, miembros de las fieras tribus montañesas. Y en Semenic aguardaba igualmente escondida la caballería de los aliados sármatas, un pueblo iranio oriundo de las estepas al este de la Dacia. Cuando los romanos se internasen en el valle en busca de la confrontación con el cuerpo principal, las tropas emboscadas caerían sobre sus flancos y retaguardia y los encerrarían, exterminándolos.
El plan era inteligente, pero muy previsible. Tal vez un jefe germano habría mordido el anzuelo, pero Trajano era un general romano, y de los mejores. Nada más llegar  al extremo sur, observó el estrecho valle, por el cuál debía pasar para entrar en combate con los dacios que aguardaban en el otro extremo, y los silenciosos y amenazadores bosques que ocultaban las elevaciones. “Que me crucifiquen si esto no es una emboscada” tuvo que pensar el emperador. Los exploradores de la caballería romana que rastrearon los montes Semenic confirmaron sus sospechas al informar de  la presencia de 10.000 jinetes sármatas.
Trajano ordenó al general Tercio Juliano tomar parte de las tropas y dirigirse a Tapae desde el oeste, atacando a los sármatas por la retaguardia. Juliano llevó consigo a las legiones I Itálica, V Macedónica y XIII Gémina, veinte cohortes auxiliares y diez alas de caballería.
El emperador avanzó por el valle con las legiones I Auditrix, II Auditrix, III Flavia y VIII Claudia en cabeza, flanqueadas por ocho alas de caballería. En reserva dejó veinte cohortes de tropas auxiliares, que marchaban detrás de las legiones. Si bien no tenía confirmación, Trajano suponía que si había tropas emboscadas en Semenic, también las habría en Banatului. Por ello, colocó treinta cohortes mixtas al mando de Lucio Licinio Jura en su flanco derecho, atentas a cualquier movimiento entre la maleza. El emperador, con su Guardia Pretoriana, se situó justo detrás de sus legionarios.

Decébalo no sabía nada de las tropas de Juliano y creyó que todo el ejército romano había caído en la trampa. Al dar la señal de ataque, los infantes dacios del extremo norte del valle se lanzaron sobre las legiones. Tal y como habían ensayado miles de veces, los legionarios arrojaron sus jabalinas (el famoso pilum), que atravesaron escudos y cuerpos dacios, para acto seguido desenfundar el gladius y esperar estoicamente la embestida. Esta no tardó en llegar y toda la furia y audacia bárbaras se empotraron contra la disciplina y serenidad romanas.
Los sármatas de Semenic escuchaban el ruido de la lucha esperando la orden de cargar… que nunca llegó. A su espalda sonó el cornicem y las legiones de Juliano cayeron sobre ellos. Los sármatas no fueron capaces de volver grupas y cargar en mitad del tupido bosque, y menos aún cuando los infantes auxiliares de Juliano y su caballería les envolvieron por los flancos y los empujaron hacia la picadora de carne que eran las tres legiones.

Entretanto, los dacios de Banatului salieron de la maleza y trataron de aplastar el flanco derecho de Trajano. Pero allí estaba Lucio Licinio Jura y sus cohortes. Aguantaron la embestida no sin sufrir un gran número de bajas, pero resistieron. Y no solo eso, sino que contracargaron ladera arriba. Comenzó a llover a cántaros sobre los combatientes, el suelo se embarró y los truenos resonaron sobre las cabezas de romanos y dacios. Los auxiliares continuaron su ascenso por la pendiente convertida en lodazal, luchando en un duro cuerpo a cuerpo para cubrir el flanco de sus camaradas.

En el centro, las legiones aguantaban a los dacios inspirados por la presencia de Trajano, que permanecía inmutable en su posición. Los bárbaros flaqueaban. La línea romana no se había roto con la carga inicial, y la profesionalidad de los legionarios les hacía muy superiores en el combate tan cercano, que era su especialidad. Los centuriones, en primera línea, acuchillaban incansablemente a los dacios mientras animaban a sus hombres. Cuando las tropas de Decébalo se percataron de que la emboscada no había funcionado, comenzaron a abandonar el combate. Pero el terreno, tan favorable en un principio, se volvió contra ellos al dificultarles la huida. Las alas del ejército romano los rodearon y fueron pocos los que lograron escapar.
Las tropas de Juliano habían acabado con los sármatas y los auxiliares de Lucio Licinio Jura consiguieron, a costa de muchas bajas, poner en fuga a los dacios de Banatului. Trajano había ganado el día.

Las tropas auxiliares de Lucio Licinio Jura descansan tras expulsar a los dacios de
los montes Banatului.

Después de Tapae
Los romanos sufrieron un número importante de bajas, pero a cambio de acabar con el ejército dacio casi al completo. Ambos bandos quedaron  extenuados, pero obstinados como eran sus líderes, la guerra continuó. Decébalo se refugió en sus casi inexpugnables fortalezas de los Cárpatos, que se alzaban excavadas en la misma roca de los montes. Trató de organizar una contraofensiva con el apoyo de los sármatas pero fue desarticulada por la caballería romana antes incluso de empezar. Ni siquiera sus bastiones en las montañas repelieron a los romanos, que los capturaron uno a uno. Casi obligado por los nobles dacios, el rey pidió la paz. Trajano estaba harto de él y de los dacios, y la acepto poniendo unas condiciones muy leves. Se estableció una guarnición en la capital, Sarmizegetusa, Dacio debió pagar una compensación y poco más.
Esta paz no fue más que un descanso de dos años, pues Decébalo se volvería a rebelar y desencadenaría la segunda Guerra Dacia, que termino al suicidarse para evitar la captura. Dacia fue ocupada y romanizada, naciendo así la actual Rumanía.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Brásidas, el genio olvidado (IV)

Tras haber atravesado Tesalia, Brásidas llegó con su ejército a Macedonia, dónde fue recibido con alegría por el rey Perdicas. El soberano tenía dos buenas razones para requerir tropas a Esparta: si bien oficialmente era neutral, sus relaciones con Atenas habían sido enturbiadas por diversos incidentes, y ante los éxitos atenienses, veía probable que la ciudad de Atenea decidiese ajustar cuentas con él. Además, estaba sumido en una guerra con su vecino Arrabeo, rey de los lincestas, y  pensaba utilizar a los afamados hoplitas lacedemonios para aplastarle de una vez por todas.
Los atenienses no pudieron creer que Brásidas estuviese con un ejército en Macedonia, a escasos kilómetros de sus preciadas colonias, después de haberse paseado por delante de sus narices. Declararon definitivamente enemigo a Perdicas y reforzaron las guarniciones de las colonias de Calcídica.
Entretanto, el espartano marchó junto con el ejército real macedonio contra Arrabeo. Perdicas estaba impaciente por someter a su odiado rival, y pensaba que con los lacedemonios en su bando no podía perder. Al llegar a la frontera, Arrabeo mandó emisarios a Brásidas para pedirle que mediase entre ambos reyes y solucionase pacíficamente el conflicto. Brásidas había sido enviado con la misión de causar todo el daño posible a Atenas y ganar aliados para Esparta, por lo que pensó que actuando imparcialmente podría poner fin a la disputa y convencer también a los lincestas para unírsele. Además, los consejeros calcideos de Brásidas le advirtieron de que no era bueno librar a alguien tan ambicioso como Perdicas de su único rival en la región. El espartano tuvo en cuenta todo esto y manifestó su deseo de aceptar la propuesta. Al oírlo, Perdicas montó en cólera y le dijo al espartano que no lo había traído para juzgar sus desavenencias, sino para que aniquilase a quien él dijera. Brásidas, sin embargo, ignoró las quejas y, tras una entrevista con Arrabeo, firmó un tratado con él y se retiro. Ante el agravio, Perdicas, que había estado pagando la mitad de los gastos del ejército espartano, redujo su contribución a un tercio.
Brásidas era un general anormal para Grecia, pero más aún para Esparta.
Era innovador y atrevido, en contraposición a los ortodoxos y conservadores
espartanos.  Además, estaba dotado de energía, astucia y diplomacia,
cualidades poco comunes entre los lacedemonios.
A pesar de la disputa con Perdicas, este seguía interesado en mantener a sus órdenes al contingente, por lo que Brásidas permaneció en Macedonia. Desde allí se dedicó a su labor principal: provocar la defección de las colonias atenienses. Contaba con el apoyo de los calcideos, que le habían llamado a la vez que Perdicas, y con la simpatía de gran parte de la población local, que veía a los atenienses como invasores entregados a expoliar sus tierras. Inteligentemente, Brásidas se valió de este hecho y se presentó como un liberador. La sagacidad con la que actuó es elogiable, más aun teniendo en cuenta que era un espartano, educado para las medidas directas y, a menudo, un tanto simples.
La primera ciudad a la que acudió fue Acanto. Se presentó ante los muros con su ejército, pero, a sabiendas de que tenía numerosos partidarios dentro de la urbe, solicitó ser recibido sólo para poder hablar a la Asamblea. Ante los notables de Acanto, Brásidas realizó un brillante discurso en el que presentó a los lacedemonios como los liberadores de Grecia, aquellos que terminarían con el yugo de Atenas. Asimismo, aseguró que los espartanos no tenían ninguna aspiración a dominar la Hélade, exponiéndolo todo de forma tan convincente y atractiva que a nadie podía caberle la duda de si decía la verdad. Se mostró humilde durante todo el discurso, a la vez que alabó a los ciudadanos, y en ningún momento adoptó una postura amenazadora, hasta el punto de que ignoró por completo el hecho de tener un ejército a las puertas de la ciudad.
Tras aquella magistral muestra de oratoria y una exposición tan clara de las ventajas de Esparta, Acanto se unió a Brásidas, y poco después lo hizo la vecina Estagiro. Estas fueron las primeras de la larga lista de colonias atenienses que se rindieron ante el encanto del general espartano, cuya fama se extendía a velocidad vertiginosa. En palabras de Tucídides:


“…los méritos e inteligencia de Brásidas, ya porque los hubieran comprobado, ya porque los creyesen al oírselos decir a otros, originaron, de manera especial en los aliados de los atenienses, la atracción por los lacedemonios, pues, como fue el primero que salió de su país y dio la impresión de ser bueno desde todos los puntos de vista, dejó la firme convicción de que también los demás lacedemonios eran iguales.”
Tucídides, IV 81, edición de Francisco Romero Cruz

martes, 11 de enero de 2011

Recuerdos

El Sol castigaba inmisericordemente las inmediaciones de aquella colina rocosa que los nativos llamaban Isandlwana[1]. No faltaba mucho para el mediodía y el calor era insufrible. Ni siquiera la fauna local, acostumbrada al clima de su hábitat, se atrevía a salir esa mañana de enero. No, pensaba Nathan E. Woodgate, ese no podía ser el mismo astro que se dejaba ver tímidamente entre las nubes en Sussex. Era imposible que fuese ese Sol que entraba por la ventana de su cuarto en la casa de campo de su padre, despertándole a él y a sus dos hermanos antes de que tuviese que ir a hacerlo el formal mayordomo Burdon.
Definitivamente, este no era ese Sol, este era un Sol maldito que no solo le torturaba con su insoportable bochorno, sino que además le recordaba a cada momento que no estaba en Inglaterra, sino en la condenada tierra de los zulúes. Tal vez si hubiese estado sentado bajo un toldo, dispuesto a comer, con una botella de vino delante y un ordenanza indio sirviéndole el primer plato, hubiese encontrado todo aquello ligeramente molesto, pero no era el caso. Woodgate estaba montado en su caballo, detrás de una delgada fila de fusileros de su compañía, la H del 1º Batallón del 24º Regimiento de Infantería de su Majestad, y con una marea de zulúes[2] sedientos de sangre corriendo hacia él.
A unos metros a su izquierda, los dos cañones del mayor Stuart Smith dispararon contra la avalancha negra. El ruido de las explosiones fue ahogado por los gritos de guerra de los miles de zulúes, que siguieron avanzando. Estaban rodeando poco a poco el campamento británico, emplazado al pie de la colina. Los soldados del teniente coronel Pulleine habían formado por compañías a varios centenares de metros de las tiendas, haciendo un perímetro defensivo con el cual esperaban detener a los atacantes a base de un fuego nutrido. Los veteranos fusileros del 24º, con sus casacas rojas, aguardaban estoicamente la orden de disparar mientras contemplaban al enemigo aproximarse.
Woodgate, sin embargo, no estaba ya allí, sino en una elegante mansión rural en los campos de Sussex. Sabía, el teniente Melvill se lo había dicho más de una vez, que llegado el momento, un oficial solo debía pensar en sus hombres, el enemigo, y la manera de conseguir acabar con este último sin perder a los primeros. Pero el olor a tierra mojada y al roast beef  de la señora Henderson era demasiado cautivadores y le ofrecían una forma de huir de una realidad no deseada.
 
***
Lo primero que recordó fueron las tardes bajo un viejo roble del jardín, con su hermano pequeño, el enérgico Will, explicando las reglas para un nuevo juego ante la mirada escéptica de sus hermanos mayores, James y el mismo Nathan. Podía oírle aclarar sus dudas con la ilusión asomando en sus ojos. Y cómo se enfadaba cuando ellos le decían, simplemente para hacerle rabiar, que resulta inviable. Will siempre fue un soñador. “Incombustible”, como decía James, no dejó de idear proyectos futuros hasta que la bala de un mosquete afgano acabó con ellos en una escaramuza fronteriza.
Lo mejor de los veranos en Sussex, sin duda, eran las tardes en el jardín, pero más relevantes para su futuro fueron las cenas en las  que su padre, el coronel Woodgate, y su abuelo, el general Stafford, explicaban a los hermanos las características de la vida del soldado inglés, que era lo que les esperaba. Uno de los recuerdos más impactantes de la infancia de Woodgate era escuchar la carga de la caballería de Napoleón en Waterloo contada por lo ronca voz de su abuelo. Desde pequeño había intentado imaginar varas veces el aspecto de los coraceros de la Grande Armee arremetiendo contra los cuadros de casacas rojas. Allí empezó la formación militar de los hermanos Woodgate. 
James, Nathan y Will fueron a la academia militar, como era previsible en tres varones de una familia como la suya, que había regado con la sangre de los Woodgate América, la India y Europa. Sus dos hermanas fueron a un colegio para damas de alta sociedad y apenas las había vuelto a ver desde entonces. De todas formas, nunca había tenido una relación muy cercana con ellas. Le habían hecho saber que una se había casado con un capitán de prometedora carrera que se había distinguido en diversos frentes.
En la academia, Nathan ingresó en infantería. Fue un buen alumno y nunca causó muchos problemas a los oficiales, excepto a uno, un capitán de nombre Jones que tenía fama entre los cadetes por su mal humor y su originalidad a la hora de castigar a los “elementos díscolos”. El capitán Jones fue el responsable de hacerle pasar su primera y última temporada en un calabozo por salir sin permiso del recinto.
 
***
Los soldados dispararon contra la masa de zulúes que se abalanzaba sobre ellos. Las balas de los fusiles Martini-Henry causaron estragos entre los guerreros atacantes, pero no frenaron su avance. Las descargas continuaron, pero nada parecía parar a aquellos hombres.
 
***
Una vez graduado, se destinó a Woodgate al glorioso 24º Regimiento, acantonado en la India. Recordaba la India como un lugar tranquilo y agradable, donde la vida transcurría entre galas y elegantes celebraciones. Era un destino muy diferente al de los desgraciados de la frontera del Noroeste, donde acabó Will, encerrados en incómodos acuartelamientos, helados por el frío y acosados por los belicosos afganos. Las jornadas en la India pasaban sosegadas, animadas por alguna buena conversación entre oficiales y unas copas. Ciertamente, esa no era lo vida militar de la que el abuelo le había hablado, pero el hecho de vestir el uniforme de teniente del Ejército de su Majestad era motivo suficiente de orgullo, aunque solo lo usase para asistir al cumpleaños del Alto Comisario o al aniversario de alguna sonada victoria de los “casacas rojas” celebrado por el comandante en jefe.
Pero la India era mucho más que eso. Para él, la India era Violet Hunter. No había habido muchas mujeres en la vida de Nathan Woodgate. Había flirteado con algunas damas mientras estaba en la academia de las que creyó estar enamorado, pero al conocer a  la hija de del mayor Hunter se dio cuenta de cualquier cosa que hubiese sentido antes no podía haber sido amor. Alegre, inteligente y dotada de  una belleza discreta pero innegable, no tardó en llamar la atención entre un grupo de jóvenes oficiales que hacía mucho que no veían a una compatriota de su edad.
 
***
Los zulúes estaban casi encima de ellos. El capitán Wardell, que mandaba la compañía, ordenó fuego a relevos mientras se replegaban. Los soldados se dispusieron en dos filas y mientras una abría fuego, la otra recargaba. Una vez efectuadas las dos descargas, retrocedían unos pasos y repetían la maniobra.
 
***
Nathan no era una excepción y, de hecho, ningún otro llegó a quererla cómo él. Violet siempre se mostró especialmente atenta con él, pero el oficial sabía que no era correspondido. Ella disfrutaba de su compañía y a menudo paseaban juntos, charlando de temas muy diversos. Nathan se confesó a si mismo que, sin duda, esos habían sido los mejores momentos de su vida. En esa época, pasaba el tiempo que no estaba con ella haciendo planes para un futuro juntos, imaginando una vida ideal al lado de la mujer que amaba. Y se sonreía a sí mismo al pensar que por mucho menos se había burlado del pobre Will. Si la felicidad total existía, el había estado muy cerca de alcanzarla. Solo le hubiese faltado saber que ella le amaba. El por qué nunca se le declaró era una pregunta molesta que con insistencia se infiltraba entre sus pensamientos. El caso era que cuándo el 24º marchó para Ciudad del Cabo, Violet Hunter se quedó en la India y una buena parte de Nathan Woodgate se quedó con ella.
 
***
Los gritos de los soldados obligaron a Nathan a volver a la realidad. Y lo que vio fue espantoso. El perímetro de casacas rojas ya no existía. Los zulúes habían hecho pedazos la línea defensiva británica y se internaban en el campamento. De un vistazo rápido, descubrió que sus hombres ya no se replegaban disparando a relevos, sino que huían presas del pánico. Algunos intentaban plantar cara a los zulúes que se abalanzaban con sus assegai[3]. El sargento, un hombre fornido, con una larga barba morena antirreglamentaria, luchaba sólo contra tres guerreros enemigos, mientras otros dos yacían inertes a sus pies. El capitán Wardell estaba tirado en el suelo, con un assegai clavado en su pecho y el revólver Webley aún en su mano izquierda, con el tambor vacio. Conmocionado por la impresión, no se fijó en el guerrero que le apuntaba con un anticuado mosquete. El disparo mató a su caballo en el acto y Nathan cayó rodando. Nada más levantarse, desenfundó el revólver y disparó tres veces contra un zulú enorme que corría hacia él. Otro disparo más acabó con un guerrero que intentaba recargar un Martini-Henry arrancado de las manos inertes del cabo Williams. El quinto falló y antes de que desenfundase el sable, un assegai silbó en el aire unos instantes y fue a clavarse en su pierna. El oficial se desplomó. El dolor era horrible. Los gritos de los zulúes inundaban sus oídos. Y ese Sol. Miró al Sol fijamente. Ahora que lo veía, si que parecía el mismo de Sussex, que le había observado jugando con sus hermanos. Y el mismo de la India, que había sido testigo de sus paseos con Violet. El dolor iba desapareciendo. Los ruidos de la carnicería que estaba teniendo lugar se fueron apagando. Y bajó la atenta mirada del Sol del mediodía, el teniente Nathan E. Woodgate expiró.
Los últimos casacas rojas del 24 Regimiento agotan la munición en torno a la bandera.


[1] Colina situada en la actual Sudáfrica, a 170km al norte de Durban. Es famosa por la derrota que sufrió un ejército británico a manos de los zulúes en 1879.
[2] Los zulúes, o pueblo del cielo, eran una tribu africana que creó un pequeño imperio a finales de 1800 al noreste de Sudáfrica. Entraron en guerra con los británicos en 1789 y fueron derrotados, anexionándose su territorio al Imperio Británico.
[3] Lanza corta utilizada por los zulúes.