"Afortunadamente, la guerra es algo terrible. De lo contrario, podría llegar a gustarnos demasiado."

Robert E. Lee, general de los Estados Confederados de América










miércoles, 3 de septiembre de 2014

La batalla de Lauro: la lección de Sertorio

La República romana murió tras una penosa y prolongada agonía de casi un siglo en el que Roma se tiñó con la sangre de brutales e interminables guerras civiles, conjuras y proscripciones. Sin embargo, aquel convulso tiempo no fue solo pródigo en crueldades, sino también en grandes personajes cuyo genio se abrió camino medio del caos. Aún hoy la recordamos como la época de Cicerón y de César, de Mario y Sila, de Marco Antonio, de Pompeyo y Craso o incluso de otros que, sin ser romanos, han pasado casi a la leyenda por su oposición a Roma, como Espartaco, Cleopatra o Vercingétorix.
La propia degradación del sistema republicano contribuyó a crear muchas de estas figuras. La obsesión del sistema político surgido tras el derrocamiento del último rey de Roma era evitar la acumulación de poder en una sola persona, pero a medida que los problemas aumentaban y la República se volvía más ineficaz los romanos empezaron a confiar su suerte a líderes carismáticos que prometían soluciones. El auge del personalismo en la política romana haría posible a un hombre como César llevar a la República hasta el cadalso y a otro como Augusto, ejecutarla.
En una época repleta de personajes ambiciosos enfrentados por el poder, cuando el odio era el motor de Roma y la misericordia una virtud desconocida, la fortuna cambiaba con rapidez, pero pocos tuvieron una vida tan brillante y trágica como Quinto Sertorio. Su figura, tan ligada a nuestra Hispania, ha quedado algo eclipsada por los colosos coetáneos, pero destaca con luz propia por sus gestas militares, su numantina negativa a la rendición y su denodada lucha en defensa de una causa perdida. La batalla de Lauro, acaecida en el 76 a.C. en la actual población valenciana de Liria, le enfrentó con otro de los protagonistas del crepúsculo republicano, Cneo Pompeyo, en un enfrentamiento que supuso el apogeo del poder sertoriano en Hispania y una lección atemporal de táctica militar.
 
La Primera Guerra Civil
Roma era en los albores del siglo I a.C. dueña absoluta del Mediterráneo. Cuatrocientos años de guerras constantes libradas con una determinación sin par habían conseguido elevar a la pequeña ciudad del Tíber por encima de los aguerridos pueblos itálicos,  del acaudalado imperio comercial cartaginés, de los poderosos reinos herederos de Alejandro el Grande y de las orgullosas polis griegas. El Imperio Romano crecía sin parar, las legiones sostenían guerras desde el Mar Negro hasta Hispania y los botines de las tierras conquistadas llenaban las arcas del Estado y los bolsillos de los senadores. Pero conforme la República aumentaba su poder en el exterior, se hacía más débil internamente. Las disparada expansión propició la corrupción de las instituciones y el aumento de la brecha social entre las élites que comandaban los ejércitos y se enriquecían en las campañas y los pequeños propietarios que tenían que cumplir el servicio militar en destinos remotos mientras sus tierras incultas eran absorbidas por las grandes villas de los terratenientes. Esta diferencia pronto tuvo su reflejo en la política, marcada por la oposición entre la facción conservadora ­—los optimates—, defensora del poder senatorial, y la popular, partidaria de amplias reformas sociales. Ambos partidos recurrían sin reparos a la violencia organizando bandas callejeras que convirtieron las calles de Roma en un campo de batalla mientras los líderes disputaban por hacerse con las principales magistraturas mediante la intimidación, el soborno o el asesinato. La situación, de por sí insostenible, se agravaba por las múltiples guerras que la República acometía en varios frentes: la rebelión del rey númida Yugurta en África, el alzamiento de los pueblos italianos en la llamada Guerra Social, la invasión de la provincia de Asia por parte del rey Mitrídates VI del Ponto o la interminable sangría que suponía Hispania.
 
Tal y como había de suceder, el sistema republicano terminó estallando en el año 88 a.C. por la rivalidad entre los líderes de las dos facciones: Cayo Mario, histórico dirigente de los populares, y Lucio Cornelio Sila, el más capaz de los optimates, ambos grandes militares y antiguos compañeros de armas. Los populares, trampeando la ley, revocaron la elección de Sila como cónsul con mando en la guerra contra Mitrídates, otorgando el puesto a Mario pese a su elevada edad. Sila no aceptó la revocación de su cargo y, por primera vez en la Historia, un general romano marchó sobre la Urbe con sus legiones, inaugurando una larga serie de guerras civiles que se perpetuarían durante seis décadas.

Legionarios del siglo I a.C.
Cayo Mario reformó las legiones para convertirlas en un ejército profesional,
en lugar de las unidades temporales de leva que eran hasta entonces. Por su peso
político,el nuevo ejército sería el gran protagonista del fin de la República .

Como era de esperar, Mario no pudo ofrecer resistencia y tuvo que huir a África, dejando Roma de nuevo en manos del Senado, que confirmó a Sila en su cargo y declaró a los líderes populares enemigos de la República. Sin embargo, en cuanto Sila partió para enfrentarse a Mitrídates, Mario volvió a Italia ayudado por uno de los dos cónsules, Lucio Cornelio Cina, afecto a los populares. Entre los dos reclutaron un ejército y en el 87 a.C. reconquistaron Roma, estableciendo un gobierno de extremada brutalidad.  Fueron asesinadas cientos de persona relacionadas con el Senado, el partido conservador o Sila, mientras bandas callejeras imponían un régimen de terror que solo se atenuó con la súbita muerte del anciano pero rencoroso Mario.  Cina dirigió un gobierno más moderado hasta su linchamiento por parte de legionarios amotinados, dejando al partido popular descabezado y sumido en el caos.  Entretanto, Sila había llegado a una paz con Mitrídates y volvió a Italia con su ejército, barriendo en una serie de batallas a los populares hasta entrar en Roma en el 83 a.C. —la tercera vez que la ciudad era conquistada en lustro—. Ante el vacío legal sin precedentes que había dejado la guerra, Sila se hizo proclamar dictador con mandato indefinido para reinstaurar el orden. A semejanza de lo que habían hecho Mario y Cina, el nuevo dictador organizó una dura represión mediante su temida política de proscripciones; la mayoría de los populares fueron ejecutados, desterrados o desaparecieron. Sila era ahora el dueño absoluto de Roma y nadie osaba oponérsele. O así fue hasta que apareció un hombre en Hispania llamado Sertorio.
 
Sertorio
Quinto Sertorio nació cerca del 122 a.C. en el seno de uno de los linajes notables de la ciudad de Nursia, en el territorio de los sabinos. Su padre murió prematuramente, dejando una esforzada viuda, Rea, que tomó toda la responsabilidad de criar a su hijo. Sin duda el joven Sertorio siguió la educación austera y severa propia delos sabinos,  a los que Plutarco creía descendientes de colonos espartanos por su sobriedad y belicosidad. En ese aspecto, Sertorio fue digno de su estirpe haciendo de dichas virtudes su seña de identidad. Destacó como hábil orador y se inició en el estudio de las leyes, pero su destino se encontraba en la carrera de las armas, hacia la que mostraba una inclinación natural. Los autores clásicos recogen sus primeras acciones en la guerra contra los cimbrios y los teutones, pueblos germánicos que en una masiva migración amenazaron con desestabilizar el corazón de la República. En aquella campaña, que Mario dirigió con maestría, Sertorio se ganó la confianza del general popular y puede que iniciase sus contactos con la facción política que dirigía.  En el año 97 a.C.,  Sertorio pisó por primera vez Hispania,  la tierra que le haría famoso y que le vería morir, destacando como tribuno militar a las órdenes del duro cónsul Didio, encargado de sofocar la revuelta de los aguerridos celtíberos. En Cástulo (cerca de Linares, Jaén), su audacia y frialdad salvaron a sus hombres de una emboscada mientras invernaban en la ciudad. Traicionados y atacados en plena noche por los habitantes, Sertorio reunió a los supervivientes en torno a sí y, tras abrirse camino hasta salir de la ciudad, los reagrupó y retomó la plaza al asalto. Sin darles un respiro, hizo vestir a sus tropas con el atavío de los muertos y cayó por sorpresa sobre la vecina Isturgi (Andújar), que había colaborado en la revuelta. Según Plutarco, desde aquella noche Sertorio gozó de una temible reputación entre los hispanos.
 
Sus gestas también le habían hecho un nombre en Roma, y Sertorio ascendió rápido en el cursus honorum, aunque la política no lo alejó de los campos de batalla. Pese a sus ascensos, su puesto favorito siguió siendo la primera línea, lo que le costó perder un ojo mientras mandaba una legión en la Guerra Social. Siempre se mostró orgulloso de esta herida, que entre sus hombres le valió el apodo de “el Cíclope”. Como señala Plutarco:
“…los generales más belicosos y que han logrado más éxitos con astucia unida a habilidad fueron tuertos: Filipo, Antígono, Aníbal y Sertorio […]. Se podría mostrar que éste último fue más casto con las mujeres que Filipo, más fiel a sus amigos que Antígono, más moderado respecto a los enemigos que Aníbal, no inferior a ninguno de estos en inteligencia pero a todos en fortuna.”
Plutarco, Vida de Sertorio, 1
La diosa Fortuna, en efecto, abandonaría a Sertorio al final de su vida, pero por aquel entonces parecía mantenerle como uno de sus favoritos. Animado por ello, en el 88 a.C. el sabino se presentó a las elecciones para tribuno de la plebe, un cargo de gran poder muy ambicionado por los políticos populares, pero Sila, cónsul a la sazón, se opuso y propició su derrota. No sabemos si Sila adivinó ya en él una amenaza potencial o solo lo veía como otro adepto de Mario, pero desde entonces hasta el día de su muerte ambos fueron irreconciliables enemigos. Cuando ese mismo año estalló la guerra civil, Sertorio se erigió como uno de los grandes cabecillas populares y apoyó a Mario y Cina en la reconquista de Roma, aunque su relación con el primero se había deteriorado mucho. Durante el baño de sangre que los populares desataron en la Urbe, Sertorio se señaló como el único líder que se abstuvo de saqueos y matanzas, oponiéndose vehementemente a la brutalidad de Mario. Su antiguo superior llegó incluso a liberar una turba de esclavos, los llamados Bardayaei, con permiso para violar y asesinar a toda persona vinculada a los conservadores. Sertorio, indignado, reunió a algunos legionarios veteranos y, rodeando el campamento de los Bardayaei, los exterminó. La muerte de Mario alivió un poco la situación,  pero Sertorio se había distanciado mucho de los demás líderes del partido. En el año 83 a.C. fue elegido pretor y se le encomendó el gobierno de la Hispania Citerior, provincia que ya conocía bien. Acogió el nombramiento con alegría, pues le permitía alejarse de la viciada política de Roma, especialmente cuando el ejército de Sila se aproximaba y se palpaba el desastre para los populares.
 
El bastión de Hispania
Mientras en Italia Sila masacraba a las desmoralizadas y pesimamente mandadas tropas de los populares, Sertorio emprendió una dura travesía hacia su provincia sin volver la vista atrás. Pero al otro lado de los picos tempestuosos del Pirineo le esperaba una desagradable sorpresa: al gobernador saliente, Cayo Valerio Flaco, le habían llegado noticias de la victoria de Sila en Roma y, deseoso de congraciarse con el nuevo líder, se negó a traspasar los poderes a Sertorio, por lo que legalmente su mando carecía de validez. El incansable general sabino no estaba dispuesto a rendirse, pero su escaso ejército traído de Italia no bastaba para oponerse al poder de Roma, que el hado adverso había vuelto ahora contra él. Mediante una política generosa, consiguió ganarse a algunos pueblos celtíberos hastiados del dominio opresivo de los gobernadores. Sertorio conocía bien a aquellas orgullosas y rudas gentes, y les liberó de la onerosa obligación de acuartelar tropas en sus ciudades, un motivo frecuente de fricciones y motines como el que casi le costó la vida en Cástulo. Con el apoyo celtíbero y la adhesión de muchos colonos romanos, Sertorio se hizo dueño del noroeste peninsular. Pero sus preparativos no bastaron para frenar en el 82 a.C. el contrataque silano del procónsul Cayo Annio, que obligó a Sertorio a huir por mar con cuanto pudo reunir de su ejército. El general sabino, convertido en fugitivo del poder romano, vagó por el Mediterráneo en unión a unos piratas de Cilicia —sur de Turquía— y, tras ser derrotado de nuevo por Annio en una batalla anfibia al intentar conquistar Ibiza acabó  recabando en Tingis —hoy Tánger—. La región estaba sumida en una revuelta contra el rey Ascalis, vasallo de Roma y, por tanto, de Sila. Sertorio, sin dudarlo, se ofreció para comandar a los insurrectos y rápidamente venció al monarca y al general romano Paciano, enviado por Sila, cuyas tropas se pasaron al vencedor engrosando el núcleo romano del ejército sertoriano.
 
Gracias a esta victoria, Sertorio recuperó el prestigio y la fortuna que parecía haber perdido para siempre. Estando establecido en Tingis, recibió a una embajada de lusitanos que busacaba su apoyo para librarse del abusivo gobernador silano, probablemente el propretor Aurelio Cota. Vio en ello la ocasión para retornar a Hispania, donde se movía como pez en el agua, y desquitarse de su oprobiosa derrota anterior arrebatando el control de la región al odiado gobierno de Sila. En el 80 a.C., Sertorio cruzó el estrecho y desembarcó cerca de Tarifa, seguramente en el puerto romano de Baelo Claudia, tras derrotar en una batalla naval al propretor Cota, que había salido a su encuentro. Sin duda los lusitanos no esperaban un triunfo tan expeditivo y sencillo para la empresa y, admirados, se pusieron por completo a las órdenes del general sabino. Gracias a este apoyo, Sertorio pudo contar con el respaldo de una veintena de ciudades y agregar cuatro mil guerreros lusitanos y setecientos jinetes a su reducido ejército, que apenas contaba con dos mil seiscientos legionarios romanos y alrededor de setecientos africanos que le habían seguido desde Tingis. Aquellas fuerzas resultaban insignificantes comparadas con las de sus rivales, pese a lo cual consiguió derrotar, sucesivamente, a los  gobernadores de las dos provincias hispanas, Fufidio y Calvino. Estas victorias descabezaron a la facción silana y permitieron que Sertorio se fortaleciera enormemente, atrayendo a su causa numerosas ciudades y ganándose el apoyo de muchos de los pueblos nativos, hasta llegar a disputar a Sila el control de toda la Hispania romana.
Hispania en el año 76 a.C.
Aparecen destacados los lugares que se citan en el artículo.
Desgraciadamente, la información sobre las campañas de Sertorio es fragmentaria y no permite reconstruir de forma sistemática sus acciones, por lo que seguirá siendo un sorprendente enigma la forma en la que el sabino fue capaz de derrotar a tan superiores fuerzas una y otra vez. Sí sabemos que llegó a ser un maestro en la guerra de desgaste, habilísimo en sacar lo mejor de sus recursos por escasos que fuesen  y en golpear al enemigo en sus puntos más débiles sin exponerse a riesgos innecesarios. Dominaba la batalla campal y el asedio, pero si no le convenía desesperaba a sus enemigos con escaramuzas en las que sobresalían sus guerreros hispanos. Poseía, en fin, esa astucia e inventiva que distingue a los generales geniales de los comandantes vulgares que se limitan a seguir el manual no escrito de la guerra.
Sus virtudes como militar valdrían para hacerle un hueco en el pabellón de generales ilustres, pero Sertorio, más allá de eso, sobresalió por su habilidad para tratar con los hispanos. En una época en la que gran parte de Hispania estaba recién conquistada y la brecha entre romanos y nativos era aún evidente, pocos romanos comprendieron como Sertorio a los hispanos y ninguno se ganó su afecto como él. El sabino tuvo un inusitado celo en asegurar que los hispanos fuesen tratados con respeto y generosidad, castigando expeditivamente cualquier abuso contra las poblaciones autóctonas entre sus hombres. Incluso entre los romanos de su bando llegó a sentirse malestar por creer que prefería a los bárbaros. Combinando rasgos de las dos culturas, se rodeó de una escolta de guerreros celtíberos mediante el ancestral juramento de la devotio ibérica y a la vez creó en su capital,  la ciudad de Osca —Huesca—, una academia para educar al estilo romano a los hijos de los jefes que le servían. Sin duda había mucho de interesado en la benevolencia de Sertorio, pero bajo su mando los hispanos conocieron la faceta positiva de la romanización y, paradójicamente, el hombre que se enfrentaba a Roma les acercó más que nadie a ella.
Ante el imparable ascenso de Sertorio, Sila envió como gobernador de la Hispania Ulterior en el 79 a.C. a Quinto Cecilio Metelo Pío, uno de los hombres más cercanos al dictador. Metelo, de una ilustre familia de militares y con algunos éxitos importantes en su carrera, era sin embargo un hombre mayor, dubitativo y excesivamente prudente que se demostró del todo incapaz para frenar al enérgico, resuelto y audaz Sertorio. Sufrió varios fracasos más deshonrosos que resolutivos y se encerró en sus cuarteles en la Lusitania, mientras la práctica totalidad de la Hispania Citerior se pasaba a la causa sertoriana. En el año 78 a.C., Sila murió dejando al Senado desconcertado y con la situación de Hispania del todo insostenible. Para mayor desesperación de los optimates, desembarcó en la Península el general popular Marco Perpenna Vento, un hombre ambicioso que había conseguido reunir a los supervivientes de una fallida revuelta contra Sila hasta conformar un ejército de cierta entidad. En Roma cundió el pánico ante la idea de que, unidos Sertorio y Perpenna, pudieran marchar sobre Italia y hacerse con la Urbe. Nadie esperaba que Metelo pudiera de neutralizar la amenaza y Roma solo tenía un general considerado capaz de enfrentarse a Sertorio, Cneo Pompeyo, llamado el Magno.
 
La batalla de Lauro
Pompeyo fue uno de los protagonistas indiscutibles del ocaso de la República y su vida es un perfecto paradigma de aquel convulso tiempo. Sin un noble linaje a sus espaldas ni grandes apoyos políticos, se erigió como uno de los hombres fuertes de Italia a muy temprana edad gracias a la lealtad de un ejército que había reclutado personalmente entre clientes de su familia, propietaria de amplias tierras en Piceno. Al mando de éste, se puso de parte de Sila en la guerra civil, derrotando a los populares en varias campañas fulminantes que le ganaron el apodo entre los populares de “el Joven Carnicero”. Los triunfos de Pompeyo acabaron con toda oposición a Sila fuera de la Hispania sertoriana y rápidamente se convirtió en el más cercano y temido de sus generales. El propio dictador le otorgó el nombre de Magno, que Pompeyo, vanidosamente, empleó con insistencia desde entonces. La muerte de su protector, lejos de mermar la influencia del joven, impulsó su ascenso al aprovechar el vacío de poder para amedrentar con la Espada de Damocles de sus legiones al titubeante Senado. Pese a que no había ostentado ninguna magistratura oficial, consiguió que se le dieran poderes proconsulares para tomar las riendas de la guerra sertoriana. Pompeyo buscaba la gloria y no había mejor forma de alcanzarla que venciendo al invencible general rebelde en su bastión hispano.
 
En el 76 a.C. Pompeyo llegó a Hispania cruzando los Pirineos por la costa mediterránea. Al saberlo, las tropas de Perpenna, que ya habían sido derrotadas por el “Joven Carnicero” en Sicilia, considerando a su general incapaz de hacerle frente, le rogaron que se uniera a Sertorio. Perpenna, por orgullo, se negó a ponerse a las órdenes del sabino, pero cuando sus soldados amenazaron con un motín tuvo que ceder. Con este refuerzo, Sertorio organizó rápidamente una estrategia para detener a Pompeyo. Dedujo que su joven adversario, al que en memoria de su fallecido enemigo llamaba “el Alumno de Sila”, trataría sin duda de avanzar por la costa levantina hasta conectar en Cartago Nova con la zona controlada por Metelo, al que había obsequiado hacía tiempo con el cáustico apodo de “la Anciana”. Para evitarlo, Sertorio envió a su lugarteniente, el siempre eficiente Lucio Hirtuleyo, a retener a Metelo en Lusitania mientras Perpenna debía bloquear a Pompeyo el cruce del Ebro. Sertorio había previsto correctamente la estrategia de Pompeyo pero Perpenna fue incapaz de impedir su avance, por lo que el propio sabino tuvo que acudir apresuradamente con las tropas que mantenía combatiendo a las tribus de los berones y autrigones Ebro arriba. Para sorpresa de sus oficiales, en lugar de salir al encuentro del enemigo, Sertorio ordenó poner bajo sitio la ciudad de Lauro —Liria—, el principal enclave de los iberos edetanos, que habían solicitado ayuda a Pompeyo. Con una sonrisa, el general sabino explicó que se disponía a darle una lección magistral al Alumno de Sila.
 
Pompeyo, al enterarse de que Sertorio estaba sitiando Lauro, se apresuró con sus tropas en socorro de la ciudad aliada. El historiador Orosio afirma, con cifras improbables, que Sertorio era ampliamente superior en número a Pompeyo, pero el general optimate era hombre audaz y además sabía que los guerreros hispanos que componían la mayor parte de las tropas sertorianas, armados ligeramente, no eran rival en campo abierto para sus bien equipadas y disciplinadas legiones. En cualquier caso, Pompeyo no atacó inmediatamente y dio tiempo a Sertorio a trasladar su campamento desde el llano a un cerro que dominaba la ciudad, pese a las maniobras de su rival por impedírselo. Sin embargo, como si moviesen fichas de ajedrez buscando el jaque, Pompeyo trasladó entonces su campamento hasta la retaguardia de Sertorio, dejándole encerrado entre sus legiones y los muros de Lauro. Seguro de haber ganado la partida y en un jactancioso gesto muy de su estilo, Pompeyo envío un mensajero a la ciudad pidiendo a los sitiados que se asomasen a ver al gran Sertorio siendo derrotado. Pero el sabino, nos dice Plutarco, echó a reír al enterarse y contestó con el primer capítulo de su lección: “Le enseñaré yo al Alumno de Sila que un general debe mirar no solo hacia delante, sino también a su alrededor”. En efecto, en su premura por arrinconar a Sertorio, Pompeyo había dejado a su espalda el antiguo campamento de aquel, sin advertir que en su interior se ocultaban seis mil hombres que amenazaban su retaguardia si desplegaba el ejército en orden de batalla. Al revés de lo que creía, Sertorio le había acorralado a él.
 
Sin posibilidad de retirarse o avanzar, Pompeyo se resignó a esperar en su campamento un cambio de fortuna mientras veía como su rival asediaba impunemente Lauro. Para colmo de males, sus suministros escaseaban y el ejército empezaba a pasar hambre. Cerca de su posición existía una zona perfecta para hacer acopio de víveres y leña, pero era batida constantemente por la caballería y la infantería ligera sertorianas, por lo que cada salida para forrajear se convertía en una costosa batalla para los pompeyanos. Finalmente, los exploradores de Pompeyo señalaron al general la existencia de otra zona apta, mucho más lejos del campamento pero libre de enemigos. Aunque el trayecto de ida y vuelta empleaba más de un día a los forrajeadores, los hombres de Pompeyo ya no podían soportar el esquivo hostigamiento al que les sometían los hispanos de Sertorio, así que se optó por la segunda zona. Durante varios días las expediciones volvieron sin sufrir ataques y parecía que el lugar había pasado inadvertido a los enemigos.
 
Nada más lejos de la realidad. Sertorio conocía el terreno mucho mejor que su rival y simplemente estaba preparando la segunda parte de su lección. Una vez los pompeyanos se convencieron de que no existía peligro, relajaron la precaución en sus salidas, tal y como Sertorio esperaba. Cual cazador, aguardó, paciente, a la presa adecuada hasta que un día observó salir del campamento enemigo una expedición de forrajeadores numerosa pero indisciplinada. Inmediatamente, envió a emboscarla a uno de sus comandantes, Octavio Graecino, con diez cohortes de legionarios y diez de guerreros hispanos, junto con dos mil jinetes mandados por Tarquino Prisco. Con cautela de no ser advertidos, Graecino y Prisco se adelantaron bajo el manto de la noche a los pompeyanos y ocultaron a su contingente en un montículo arbolado que dominaba la ruta de regreso de los forrajeadores. Cubiertos por la espesura, los hispanos formaron la primera línea, con los legionarios a su espalda y los jinetes en retaguardia, para que los relinchos no alertasen a los enemigos. Con esta disposición aguardaron en silencio toda la noche, hasta que el convoy pompeyano hizo su aparición bien entrado el día, hacia la hora tercia. Marchaba desordenado, con gran parte de la escolta ocupada en saquear las proximidades y sin rastreadores que asegurasen el itinerario. Los jinetes que debían guardar la retaguardia, considerando que no existía riesgo, se habían alejado para apacentar a sus monturas y varios grupos aislados vagaban por las cercanías recogiendo más víveres. Era sin duda una presa fácil para las pacientes tropas sertorianas. A la señal de sus oficiales, los guerreros hispanos saltaron de la maleza cayendo ferozmente sobre los forrajeadores. La sorpresa en el convoy fue total y del desorden despreocupado se pasó al despavorido caos. Los hispanos, armados ligeramente, destacaban por su habilidad para las emboscadas y eran muy estimados por los romanos como escaramuzadores por su velocidad y fiereza. Antes de que hubiese reacción alguna, ya habían acabado con muchos de los romanos y desbaratado por completo el convoy. Los oficiales pompeyanos más resolutos comenzaron a organizar algo parecido a una línea de batalla para hacerles frente, pero antes de que tuviesen tiempo de formar sufrieron la carga de las cohortes de legionarios sertorianos, precedida por una mortífera lluvia de pila —jabalinas—. Al entrar en liza la infantería pesada romana en apoyo de los guerreros hispanos, la resistencia se vino abajo definitivamente y los vapuleados pompeyanos se dieron a la fuga. Para rematar el trabajo, Tarquino Prisco lanzó a sus jinetes en pos de los fugitivos. No contento con dar caza a los rezagados, envió a doscientos de sus hombres para que se adelantasen a galope tendido por un atajo y cerrasen el paso de los huidos. Cuando, en su frenética desbandada, los más veloces de los pompeyanos divisaban ya la seguridad de su campamento, fueron sorprendidos por el destacamento de Prisco y, con el camino cortado, tuvieron que volver sobre sus pasos, causando si cabe más confusión entre los camaradas que les seguían. Sorprendida, desbandada y cercada, la expedición de forrajeo estaba irremisiblemente perdida si no recibía ayuda urgente.

Los guerreros hispanos de Sertorio acechan al convoy de Pompeyo.
Sobre ellos dice Plutarco: "[Los romanos]  estaban acostumbradas a rechazar y
destrozar a los enemigos en batalla campal, pero no a trepar por los montes,
siguiendo el alcance de sus incansables fugas a unos hombres veloces como
el viento, ni a tolerar como ellos el hambre y un género de vida en la que
para nada echaban de menos el fuego ni las tiendas."
Pompeyo, viéndolo desde su campamento, ordenó salir a toda prisa a su legado Décimo Lelio con una legión para socorrer a sus soldados. Al aproximarse los hombres de Lelio, la caballería sertoriana pareció batirse en retirada, pero en realidad no era sino un resorte más de la gigantesca trampa preparada para Pompeyo. Los jinetes de Prisco, que serían en su mayoría hispanos, efectuaron una falsa fuga muy propia de los pueblos peninsulares y, una vez hubieron alejado suficiente a Lelio del campamento, giraron a la derecha y envolvieron a la lenta infantería legionaria. A su vez, la infantería de Graecino, que venían persiguiendo a los restos del convoy, chocó frontalmente con Lelio, que quedó atrapado entre los dos comandantes sertorianos.
Pompeyo, desesperado, ordenó que el ejército al completo se preparase para salir en apoyo de sus desafortunados compañeros. Con el fragor del cercano combate en sus oídos, los soldados pompeyanos se armaron tan rápido como pudieron y formaron en orden de batalla bajo los gritos apremiantes de sus oficiales. El propio general se colocó al frente y ya había dado la orden de avanzar cuando sobre una colina a su retaguardia apareció Sertorio con todo su ejército. El sabino, que había seguido atentamente todos los movimientos de sus subalternos y su rival, estaba esperando aquel paso del Alumno de Sila y en cuanto le vio salir con todas sus fuerzas ordenó hacer lo propio a las suyas. Ahora lo tenía justo donde quería: si entraba en el combate a ayudar a sus hombres, quedaba expuesto al ataque de Sertorio por su espalda, lo que supondría la derrota total del joven general optimate. Pompeyo lo entendió perfectamente; había vuelto a caer ante el genio táctico de su oponente, que estaba siempre dos movimientos por delante. Maldiciendo a Sertorio, tuvo que observar impotente como los restos del convoy y la legión de Lelio eran barridos a la vista de todos sus camaradas sin atreverse a hacer nada por ayudarles. Según Frontino, que recoge al detalle esta batalla, Pompeyo perdió diez mil hombres aquel día. Engañado, derrotado y humillado, no pudo sino encerrarse de nuevo en su campamento mientras la oficialidad trataba de calmar el soliviantado ánimo de la tropa.
Poco tiempo después de la batalla, ante la evidente incapacidad de Pompeyo para levantar el sitio, la ciudad de Lauro se rindió a Sertorio. El general sabino se mostró tan clemente como en otras ocasiones y perdono a todos los habitantes, que conservarían la vida y la libertad. No así la ciudad, que ordenó arrasar hasta los cimientos. Al juzgar de Plutarco, no fue este un gesto de crueldad ni un arrebato de ira, impropios del carácter de Sertorio, sino una meditada atención final con Pompeyo, un golpe postrero a su vapuleado orgullo con el que Sertorio quería dejar claro la total derrota que había infligido a aquel jovenzuelo considerado el mejor general de Roma. No era solo una cuestión de vanidad personal, sino un mensaje para los pueblos hispanos de lealtad dudosa. Pronto se diría en toda Hispania que Pompeyo observó arder una ciudad aliada delante de sus narices y aun sintiendo el calor de las llamas no hizo nada por socorrerla. Con este último saludo dio Sertorio por terminada la dolorosa lección que había impartido al Alumno de Sila en Lauro.
 
Después de Lauro
El triunfo de Sertorio supuso la completa consolidación de su poder en Hispania con la adhesión de varios pueblos a su causa. Poco después de Lauro, estuvo a punto de acabar definitivamente con Pompeyo en la batalla de Sucro —Júcar—, donde el propio general optimate se halló cerca de perecer. Solo lo impidió la aparición inesperada de Metelo, que contra todo pronóstico había derrotado y dado muerte a Lucio Hirtuleyo cerca de Segovia. Con ello perdió Sertorio a su mejor subalterno y la posibilidad de mantener separados a Pompeyo y Metelo. En sus propias palabras: “de no haber llegado la Anciana habría dado una buena azotaina a ese insolente muchacho antes de mandarlo de vuelta a Roma”. Unidos, los ejércitos de los dos gobernadores eran demasiado fuertes para el general rebelde, que desde entonces tuvo que limitarse principalmente a hostigarlos y desgastarlos evitando grandes batallas. La guerra se estancó en un punto muerto: Pompeyo y Metelo no conseguían infligir una derrota decisiva a Sertorio, pero éste tampoco podía vencerlos a ellos.
 
El tiempo, no obstante, juagaba en contra de los sertorianos; conforme el conflicto se alargaba, cada vez era más evidente que no podrían ganar. Sila había muerto, la guerra civil se consideraba terminada  y nadie fuera de Hispania apoyaba la insurrección. Los objetivos políticos esbozados en su día —debilitar la dictadura silana y apoyar e incitar el alzamiento de los populares— carecían ya de sentido. Sertorio luchaba por una causa perdida y su resistencia no llevaba a ninguna parte. Finalmente, él mismo aceptó la realidad y ofreció la paz a Metelo y Pompeyo a cambio de la amnistía para él y sus hombres, pero los dos generales, viendo débil a su rival, olían ya la gloria del triunfo y querían volver a Roma con una victoria total y no un acuerdo de paz. Cuando quedó claro que no habría piedad con los rebeldes comenzaron las deserciones, al principio de individuos, luego ciudades y pueblos enteros. Sertorio, aferrado al control del valle del Ebro, perdió la esperanza y su carácter antaño benévolo, sereno y activo se oscureció, reprimiendo con crueldad los intentos de deserción. A raíz de ello, creció el descontento entre sus seguidores, y en el 72 a.C. se orquestó una conspiración en su contra instigada por Perpenna. Como muchos de los grandes romanos de su tiempo, Sertorio encontró la muerte a manos de sus más cercanos colaboradores, siendo apuñalado durante una cena en Osca. Sin su líder, la causa sertoriana se derrumbó y Pompeyo no encontró dificultades en derrotar a Perpenna, al que ordenó ejecutar junto con casi todos los cómplices de la traición. No podría siquiera imaginar que muchos años después, cuando él, derrotado y fugitivo, sufriera el mismo triste destino que el general sabino, sería también vengado por su mayor rival: Julio César.
 
Pompeyo y Metelo celebraron su triunfo en Roma, exultante por haber puesto fin de una vez al último remanente de la guerra civil. En realidad, hacía ya tiempo que los políticos más avispados habían empezado a tomar posiciones que harían resurgir el conflicto de forma aún más feroz y resolutiva. La figura de Sertorio estuvo condenada durante algún tiempo al oprobio, pero su brillo, incluso tras la muerte, no podía mantenerse oscurecido por mucho y finalmente su memoria fue reivindicada. Quinto Sertorio fue uno de los grandes romanos de su época, condenado por la lealtad a sus ideales a enfrentarse a una patria que siempre añoró pero que la fortuna adversa volvió su enemiga.

miércoles, 31 de julio de 2013

La Historia de España a través del cine (Parte II)


Comenzando con la Hispania de Máxima Décimo Meridio y llegando al Impero de Felipe II y la simpática versión de los tercios de La Kermesse Heroica, la primera parte de este artículo dio un repaso al nacimiento, ascensión y auge de España a través del cine extranjero. Como señalé, las apariciones de nuestra patria en las pantallas variaban mucho tanto en la fidelidad histórica como en la benevolencia del trato, y desde luego aprovechaban pobremente el inagotable filón de episodios históricos dignos de elevarse a los cinematógrafos que ofrece la historia española.

Así como dejamos este recorrido en pleno siglo XVII, con la monarquía de los Austrias todavía como potencia hegemónica mundial, en las próximas líneas me ocuparé de la larga decadencia que empezó a sentirse desde el siglo XVIII y que se hizo plenamente patente en los siglos XIX y XX, desembocando en esta España nuestra de hoy, ruinosa e irreconocible.

Es harto común establecer como comienzo del hundimiento del Imperio Español la temprana fecha de 1643, la mitificada batalla de Rocroi en la que los tercios del Rey Católico sucumbieron ante Francia sin ceder un palmo de terreno. Desde luego, la España que salió de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) no era ni mucho menos la que había regido Felipe II, y durante toda la segunda mitad de siglo arrastró problemas en número creciente, pero incluso debilitada y carcomida, seguía siendo una nación poderosa y respetada. Con el cambio de siglo, la Guerra de Sucesión relevó a los Austrias del trono en favor de los Borbones franceses, lo cual trastocó todo el orden mundial; el mayor enemigo de Francia se convertía ahora en su más cercano aliado. En cuanto a España, el cambio resultó inicialmente perjudicial. Para acceder al trono, el Borbón Felipe V había tenido que entregar todas las posesiones europeas del Imperio. Aunque a largo plazo las reformas de los Borbones sirvieron para mitigar algunos de los problemas y modernizar el ejército y la administración, repercutiendo favorablemente en la marcha del país, la pérdida de influencia en el Viejo Continente fue irrecuperable.

Sin embargo, así como en Europa España había perdido importancia, su vasto imperio colonial se mantenía intacto y  le aseguraba un enorme peso a nivel mundial. Tras ciertos intentos de hacerse un hueco en la convulsa política europea, los Borbones decidieron centrar sus esfuerzos en sacar más provecho a las posesiones de Ultramar y las riquezas del Nuevo Mundo volvieron a llegar a los puertos andaluces mientras oficiales del rey consolidaban los territorios más inhóspitos de las Américas. Una de las regiones que más atención recibió fue el Río de la Plata, convertido en el último tercio del siglo en Virreinato. A partir de la antigua plaza de Buenos Aires, los españoles empezaron a asegurar los territorios circundantes, provocando el enfrentamiento con los portugueses que se expandían desde Brasil. El pacífico rey Fernando VI decidió, en 1750, poner fin a las disputas con el Tratado de Madrid. Este habría sido uno más de los muchos firmados entre las dos naciones ibéricas de no ser por el cine, que decidió usarlo como fondo del argumento de la celebérrima película británica La Misión (1986, Roland Joffé). El tratado suponía dejar en manos de los portugueses las misiones de los jesuitas españoles, en las que convertían y ayudaban a los indios guaraníes. Tal y como se explica con claridad en el filme, mientras España prohibía esclavizar a los indios, las colonias portuguesas eran principalmente esclavistas. Los guaraníes no reconocieron el tratado e hicieron frente a los portugueses, lo que llevó al rey de España a echarse atrás y anular el acuerdo para mantener las misiones en territorio español. Este contexto enmarca una preciosa reflexión sobre la fe y las distintas formas de entender a Dios que se convierte además en una oda a esos misioneros españoles que se internaron en los rincones más recónditos para llevar el Evangelio a todos los hombres y cuyas gestas y sacrificios suponen hoy uno de los aportes más grandes de España. Grandes interpretaciones, buen guión, precisa recreación de la Sudamérica española del siglo XVIII y una sublime banda sonora de Ennio Morricone son suficientes alicientes para ver esta película pese a la lentitud a veces tediosa con la que transcurre.

No solo los portugueses amenazaban la próspera América española. Inglaterra seguía odiando el Imperio Español y ambicionando sus ricas posesiones, pero no era ya ese pequeño reino refugio de piratas que fuera con Isabel II. En el siglo XVIII se había alzado como una auténtica potencia: sus colonias se extendían desde la India hasta Canadá, los “casacas rojas” intervenían -con mayor o menor fortuna- en las guerras de Europa y la Royal Navy surcaba a sus anchas los mares. Innumerables fueron los ataques e intentonas que lanzaron contra los puertos españoles y la reforzada Armada Española tuvo que emplearse a fondo para mantener las colonias, dando durísimos combates a las naves inglesas por todo el Atlántico e incluso el Pacífico. Mientras las marinas de las grandes naciones chocaban y se batían, los piratas encontraron una edad dorada que el imaginario popular tiene sólidamente grabada. Bien bajo patente de corso o sin más bandera que la suya propia, los capitanes piratas se convirtieron en una plaga para todos los países y las flotas del Caribe español fueron presas predilectas. Aquella época, ya cantada por los románticos a principios del siglo XIX y elevada a mito por el las novelas y el cine de aventuras, ha llegado al gran público actual con la saga de Disney Piratas del Caribe, que mezcla con habilidad -decreciente- lo fantástico y los histórico. Ha habido que esperar a la cuarta entrega, En Mareas Misteriosas (2011, Rob Marshall), para que los españoles hiciésemos acto de presencia. El único atractivo de esta producción que solo pretende recaudar aún más a costa de la ya gastada fórmula que triunfó en la primera entrega es contemplar el papel de los españoles, enviados por Fernando VI para encontrar la Fuente de la Juventud antes que los británicos y el infame Barbanegra -en la realidad, muerto unas tres décadas antes-. De nuestro breve papel solo puedo decir que vuelve a ahondar en la imagen de unos españoles fervientemente católicos y que salen bastante más airosos de la película que los desgraciados ingleses. En spoiler, una de las escenas más gratificantes del cine reciente lo define todo.

Debo mencionar también Piratas (1986, Roman Polanski) otra película relacionada con el ámbito de la piratería en el siglo XVIII, ambientada del mismo modo en los colonias españoles de América y en la que ostentamos el papel de indiscutibles villanos frente a un pintoresco grupo de piratas liderado por Walter Matthau. No quiero ni puedo decir mucho de esta estrambótica comedia francesa que considero poco interesante, salvo por los malvados españoles, con rezos, garrote vil y un espantoso diseño de vestuario incluido.

A la muerte de Carlos III en 1788, España mantenía su imperio colonial y ocupaba un puesto importante en el podio de los reinos europeos. Sin embargo, se avecinaba una era de cambios que acabaría con el viejo mundo y alteraría para siempre Europa y el curso de la Historia. En 1789 estalló la Revolución Francesa, impulsada por las ideas liberales surgidas a la luz de la Ilustración. La burguesía capitalista espoleó a las masas y el todopoderoso reino de Francia se derrumbó para dar paso a una República. Las naciones europeas vieron con horror rodar la cabeza de Luis XVII y decidieron actuar para detener la revolución antes de que se contagiase. Los turbulentos años que siguieron demostraron que la nueva Francia, imbuida de espíritu revolucionario, era tan invencible a los ataques externos como vulnerable a las crisis internas. Los gobiernos se sucedían entre tumultos, asesinatos y ejecuciones. Por su parte, el ejército francés, bajo la bandera tricolor y al son de la Marsellesa, logró contra todo pronóstico detener a la coalición de potencias legitimistas convirtiéndose en una perfecta y experimentada máquina bélica. De ella surgió la figura de Napoleón Bonaparte, que se alzó en medio del caos haciéndose con el poder absoluto y proclamando entre vítores el Imperio Francés. El genio de Napoleón y el impulso de la revolución resultaron una mezcla imparable. Ante la expansión francesa, las grandes potencias se unieron sumiendo al castigado Viejo Continente en una nueva serie de guerras.

En España esta época coincidió con el reinado del incompetente Carlos IV. Resulta aún hoy increíble cómo el egoísmo y la estupidez de los dirigentes españoles consiguieron convertir a un reino influyente en un títere de Napoleón, que con su genio consiguió poner a España de su lado en una alianza incomprensible que nos enfrentó al resto de Europa. Tras varias derrotas desastrosas como el Cabo de San Vicente y Trafalgar, el emperador corso decidió que la ayuda española sería más fiable si el trono lo ocupaba su hermano José y sus tropas ocupaban el país. Pero así como el papel de los líderes fue lamentable, el pueblo español demostró ese orgullo y coraje que desde tiempos inmemoriales le había caracterizado y se alzó ante la prepotencia gala en la única guerra de nuestra historia que ha se ha llamado de independencia. Al estallido de furia del 2 de mayo de 1808 en Madrid le siguió la sublevación generalizada contra el invasor que involucró a militares y civiles, hombres y mujeres, jóvenes y viejos por igual. Los británicos llamaron a la contienda Peninsular War y tomaron parte en ella del lado español, al menos teóricamente. Su visión fue la que trascendió posteriormente y llegó al gran público, y es la que podemos apreciar en la película americana Orgullo y Pasión (1957, Stanley Kramer), con un trío protagonista compuesto por nada menos que Cary Grant como oficial inglés, Frank Sinatra como líder guerrillero y Sophia Loren como interés romántico de ambos. Solo la idea inicial ya es descabellada, pues gira en torno al traslado de un gigantesco cañón capturado por los guerrilleros con el cual pretenden volar las murallas de Ávila para liberarla. ¿No había más cañones en toda España? ¿Desde cuándo una pieza de artillería basta para rendir una ciudad? Por si fuese poco, los españoles, tercermundistas ellos, no saben dispararlo y necesitan de Cary Grant para accionar tan novedoso ingenio. El asalto final, con miles de extras lanzándose a la carrera contra las murallas parece más un asedio de principios del Medievo que del siglo XIX. Y no hablemos de los uniformes franceses. Pero dejando todo a un lado, es una obra de entretenimiento bien hecha, llena de tópicos con los que reírse y ese glamour del Hollywood de los 50.

El caos provocado por la invasión francesa fue el detonante para una serie de rebeliones independentistas por toda la América española. Ya desde mediados del siglo XVIII la política de los Borbones, que apartaba a los criollos del poder para centralizar la administración en manos de funcionarios peninsulares causó gran malestar entre la acomodada burguesía colonial, que adoptó pronto el liberalismo como vehículo para liberarse de la dominación del Rey de España. Inicialmente, los rebeldes fueron incapaces de articular un movimiento unificado y fueron severamente derrotados por las fuerzas realistas, pero con España caminando sobre la cuerda floja la pérdida de los dominios solo era cuestión de tiempo. La victoria sobre Napoleón y la vuelta al trono de Fernando VII en 1814 no trajo estabilidad, sino todo lo contrario. La influencia de la Revolución Francesa ya había penetrado, separando a la nación en bandos políticos irreconciliables, por lo que las luchas entre liberales y absolutistas debilitaron la ya de por sí exhausta España recién salida de seis años de guerra. Para 1825, generales como Bolívar o San Martín habían hecho resurgir la rebelión con mayor fuerza, haciéndose con el control de toda Sudamérica. A la vez, el virreinato de la Nueva España sufrió un proceso similar que llevaría a la declaración de independencia de Méjico. Tradicionalmente, este territorio había sido uno de los más favorecidos de Ultramar, reforzado y expandido durante el reinado de Carlos III hasta llevar sus fronteras a las grandes llanuras del centro de Norteamérica. La vida en el norte del virreinato llegó al gran público a través de un personaje, El Zorro, creado en 1919 por el periodista estadounidense Johnston McCulley. Las aventuras de un hacendado español dedicado a proteger a los desvalidos en la California de principios del siglo XIX llegaron al mundo entero, primero en novelas y posteriormente en las pantallas. Sería interminable siquiera enunciar la lista de películas y series que han tenido como protagonista a este histórico antecedente español de los superhéroes enmascarados, desde la inicial La Marca del Zorro (1920, Fred Niblo), con Douglas Fairbanks, hasta esperpentos como El Zorro contra Maciste (1963, Umberto Lenzi), pasando por El Hijo del Zorro (1947), El Nieto del Zorro (1948) e incluso Los Sobrinos del Zorro (1968). Yo voy a destacar el clásico El Signo del Zorro (1940, Rouben Mamoulian), con los brillantes Tyrone Power en la piel del heroico Diego de la Vega y Basil Rathbone como el malvado capitán Esteban Pasquale.
 
Pese a esta nutrida lista de películas, probablemente el personaje sea hoy conocido principalmente por la interpretación del patrio Antonio Banderas en la producción La Máscara del Zorro (1998, Martin Campbell) y su continuación La Leyenda del Zorro (2005). Si el Zorro de Power se ambientaba todavía en la California española, el de Banderas corresponderá a la época inmediatamente posterior a la independencia, tomando el relevo al viejo Zorro que encarna Anthony Hopkins. De hecho, la saga se abre  en 1821 con la huida del gobernador español, don Rafael Montero, delicioso antagonista interpretado por Stuart Wilson en la más noble estela de los villanos cinematográficos españoles.
 
Al morir Fernando VII, dejó a su hija Isabel II un reino que había perdido casi todo su imperio, que sufría un atraso económico y técnico importante y que además se hundió en la guerra civil carlista cuyas secuelas se prolongaron hasta finales de siglo. La decadencia era ya absoluta. La reina, tras la regencia de su madre y del general Espartero, demostró ser una inepta más preocupada por los apuestos guardias de palacio que por cuestiones de estado. El gobierno se lo disputaron politicastros liberales que, una vez desbancados los partidarios del Antiguo Régimen, instauraron la democracia capitalista dividiéndose en conservadores y progresistas. España desapareció del plano internacional y apenas alguna intervención en Marruecos, Méjico o Indochina no hacía sino recordar lo lejos que quedaban los días de los conquistadores. La nula relevancia de nuestro país en estos años hace comprensible, por una vez, el desinterés extranjero y probablemente no encontremos rastro de aquella España en el cine más allá de la película de Steven Speilberg Amistad (1997), sobre el destino de unos esclavos negros transportados en 1839 por la goleta española La Amistad que, tras amotinarse, fueron capturados por la marina estadounidense y juzgados por el asesinato de súbditos españoles. Spielberg hace un lacrimógeno alegato a favor de la libertad y la igualdad en el que aparecen unos cuantos españoles, Espartero e Isabel II incluidos, cargando con la peor parte. 

El nefasto reinado de Isabel II terminó por dejar a la reina sin un solo apoyo y en 1868 un pronunciamiento general la llevó al exilio. La Historia se valió entonces de España para demostrar que si algo va mal, siempre puede empeorar. Entre 1868 y 1874 en España se sucedieron un gobierno provisional, la monarquía fallida de Amadeo de Saboya, la tan efímera como desastrosa I República y la dictadura del general Serrano. Finalmente, se optó por dar marcha atrás y traer de vuelta a los Borbones en la persona de Alfonso XII, instaurándose el parlamentarismo de la Restauración de la mano de Cánovas del Castillo. Ante la falta de un gobierno fuerte, los problemas se multiplicaban para España: los movimientos obreros marxistas cobraron fuerza y el terrorismo anarquista azotó el país mientras en Cataluña y el País Vasco aparecía el separatismo. Como parece que dijera Bismarck, España había de ser la nación más fuerte del mundo para resistir el empeño de sus hijos en destruirla. Con el reino cada vez más hundido en una espiral de atraso y agitación política y social, las últimas colonias aprovecharon para conseguir su independencia y Cuba y Filipinas vieron surgir rebeliones que provocaron costosas guerras. El desastre absoluto se produjo con la Guerra Hispano-Americana de 1898 y la pérdida de los escasos restos de lo que fuera el Imperio Español. Con la pérdida de Ultramar España se cerró aún más sobre sí misma mientras el resto del mundo veía el auge del imperialismo y la expansión de las potencias coloniales. Francia y Gran Bretaña se repartían medio mundo; Rusia, Alemania e Italia trataban de hacerse un hueco en el mapa colonial y como potencias emergentes se alzaban Japón y Estados Unidos, fortalecido por la fácil victoria sobre la moribunda España. En pleno frenesí expansionista, nadie se acordaba de aquel reino inexistente en el ámbito internacional.

El siglo XX empezó con un hecho muy representativo de ese panorama mundial: el pueblo chino, encabezado por la secta tradicionalista de los Boxers y con el apoyo de la emperatriz, se rebeló contra las potencias extranjeras que controlaban el país. El suceso más famoso de aquel conflicto fue el sitio del recinto de las embajadas en la capital imperial, cuando los diplomáticos extranjeros, junto con la escasa guarnición militar internacional y cientos de refugiados, fortificaron el barrio de las legaciones y resistieron el verano de 1900 el asedio de las fuerzas chinas. Irónicamente, España obtuvo un inesperado protagonismo al ser su embajador, don Bernardo Cologán y Cologán, el decano del cuerpo diplomático extranjero y como tal, un referente para sus compañeros. A él le correspondió redactar el Protocolo Boxer que puso fin a la guerra y que todas las potencias implicadas firmaron en la sede española el 7 de septiembre de 1901. El sitio al reciento diplomático fue llevado a la gran pantalla en 1963 en la famosa 55 días en Pekín (Nicholas Ray), todo un despliegue de medios y talento al estilo Hollywood rodado en Las Rozas de Madrid. En ella se da una brevísima escena al embajador español, interpretado por Alfredo Mayo, en la que no pierde oportunidad de dar una muestra de orgullo y determinación votando por permanecer en Pekín en lugar de evacuar la ciudad. Un guiño más de agradecimiento al gobierno español que siempre me saca una sonrisa cada vez que veo esta maravillosa película.

Pasada la primera década del nuevo siglo, España empezó a despertar del trauma del desastre del 98 y sus gobernantes optaron por tratar de sumarse a la carrera colonial, pero era tarde, el mapa estaba ya repartido y España no tenía poder para reclamar un buen puesto. Finalmente, se ofreció una oportunidad en Marruecos de la mano de Francia, que no veía con buenos ojos las pretensiones alemanas sobre la zona y propuso crear un protectorado hispano-francés que alejase a los germanos y otras naciones. España siempre había ejercido una importante influencia en el otro lado del estrecho, que ya en época romana pertenecía a la provincia de Hispania y que se mantuvo tras la Reconquista mediante una cadena de plazas costeras que en tiempos del Imperio Habsburgo llegaban hasta Libia y de los cuáles solo habían resistido Ceuta y Melilla. En 1912, tras un progresivo relevo de los poderes del Sultán de Marruecos, Francia y España se dividieron el sultanato. A los españoles les correspondió la peor parte,  con Cabo Juby en la costa atlántica, enlazado con los dominios del Sahara occidental español, y la montañosa zona del Rif al norte, que unía Ceuta y Melilla. Precisamente este territorio  había sido escenario de varios conflictos a lo largo del siglo XIX entre España y Marruecos causados por las belicosas y díscolas cabilas rifeñas, que no acataban la autoridad de ninguna de las dos naciones. Nuestra nación no había salido  muy bien parada del acuerdo, pero puso todo su empeño y centró sus esfuerzos en conseguir consolidar y gestionar el recién adquirido territorio. Con especial atención se volcó el ejército, que tuvo que disputar palmo a palmo el protectorado a los indómitos rifeños. Mal organizado, más acostumbrado a reprimir altercados  que a batallar y sin moral ni espíritu, sufrió serios reveses a manos de los moros, lo que evidenció la necesidad de crear unas fuerzas profesionales bien entrenadas, equipadas y motivadas. En 1920 el militar africanista Millán Astray creó el Tercio de Extranjeros, la Legión, a imagen de la Legión Extranjera francesa, que buscaba subsanar las carencias de las tropas hasta entonces destinadas en Marruecos. En los siguientes años, la Legión se distinguió por su valor y eficacia jugando un papel clave en la pacificación del protectorado y alzándose como unidad icónica del ejército español. En 1935, con la leyenda de la Legión ya forjada, el cineasta francés Julien Duvivier estrenó La Bandera, basada en la novela homónima de Pierre MacOrlan y protagonizada por la estrella francesa Jean Gabin en la piel de un fugitivo que se alista en la Legión mientras esta combate ferozmente a los rifeños. La película es, además de un clásico colonial, una descriptiva visión de la vida en el Tercio y un homenaje al mismo, con un culminante final de lo más emotivo.
 
Pero los problemas de España distaban de restringirse a Marruecos. El sistema parlamentario de la Restauración hacía aguas por la corrupción y los sempiternos problemas económicos y la población, hastiada de la ineficacia de los políticos, volvió la vista hacia opciones como el separatismo en la periferia y, sobre todo, los cada vez más fuertes movimientos obreros, ya socialistas, ya anarquistas, que enfervorizaban al proletariado contra la explotación burguesa. España amenazaba con desaparecer y en 1923 el general Miguel Primo de Rivera dio un incruento golpe de estado y estableció una dictadura militar para evitar el colapso de la nación. El directorio consiguió recuperar la estabilidad política y social, además de modernizar el país, pero el crack del 29 dañó su imagen y en 1930 Primo de Rivera tuvo que dimitir por falta de apoyos. El fin del dictador fue también el de la corona, que pese a sus intentos por hacer borrón y cuenta nueva sufrió la acometida del republicanismo rampante que se hizo con el poder en las famosas elecciones de 1931. Pero si la monarquía de Alfonso XIII había sido una etapa de caos, la II República llevaría a la más absoluta anarquía. España tocó fondo con una serie de gobiernos incapaces de controlar a la desbocada y salvaje izquierda obrera, que se lanzó a la revolución entre asesinatos y quemas de conventos, mientras los separatistas conseguían todas sus reclamaciones. Esa España en ruinas, devastada desde hacía más de un siglo por la rapiña liberal y el terror marxista, carcomida por el separatismo, esa España débil,  agonizante y acostumbrada a bajar la cabeza, había llegado a un punto de inflexión que había de llevar irrevocablemente a una gran confrontación civil. El golpe de estado fallido de Sanjurjo en 1932 y la sofocada revolución obrera de 1934 fueron avisos del destino que le esperaba a la nación. El 18 de julio de 1936 España estalló en la más conocida de las innumerables guerras que han jalonado su andadura histórica, la Guerra Civil, única de entre las muchas que ha visto nuestra tierra que no ha necesitado de más nombre.

No cabe duda de que la Guerra Civil ha sido y sigue siendo el episodio de nuestra historia que más atrae la atención de los españoles. El inusitadamente obsesivo interés por esta contienda puede tener varias razones, aunque la principal es que se trata de un conflicto que sigue, pese a lo que se diga, plenamente vigente, latente en la sociedad setenta años después de que concluyese.  Pero no quiero aquí disertar acerca de la repercusión de la contienda en la España de hoy, tema por otra parte tan polémico como interesante e ilustrativo del rumbo del país. Tal como dije, nos ceñimos aquí a la visión de los extranjeros y su reflexión en el Séptimo Arte. Y es que para los foráneos la Guerra Civil es también uno de los episodios más conocidos de nuestra historia, solo superado quizá por la conquista de América. Motivos políticos suscitaron el interés del mundo en la que parecía una más de las muchas guerras civiles de un país sin peso alguno en el plano internacional, ya que se vio en ella un adelanto de la previsible Segunda Guerra Mundial. Con las excepciones de las potencias fascistas, Alemania e Italia, las principales naciones del mundo apoyaron a la República más o menos explícitamente. Por ello, la mayor parte de las películas muestran la visión del bando republicano, a menudo desde la perspectiva de los comunistas extranjeros que formaron las Brigadas Internacionales. Rick, el héroe del clásico Casablanca (1942, Michael Curtiz) luchó en España con la República, como también hizo el escritor Harry Street interpretado por Gregory Peck en Las Nieves del Kilimanjaro (1952, Henry King), basada en un relato de Hemingway, testigo en la vida real de la contienda. Otra obra del mismo autor inspiraría la más conocida versión de nuestra cruenta guerra vista en pantalla, Por quién doblan las campanas (1943, Sam Wood), en la que Gary Cooper, un especialista norteamericano de las Brigadas Internacionales, debe volar un puente con ayuda de unos milicianos para cortar el suministro al ejército nacional. En mi opinión, es una película de la que lo más destacable es su ambientación, aunque puedan señalarse las bien filmadas escenas de acción, sobre todo el final. La lastra un guión repleto de estupideces y una historia de amor entre Cooper e Ingrid Bergman en la que parece que pueden excusarse todas las cursiladas del mundo por que los protagonistas son guapos. Cabe destacar, como lección para los españoles, que si bien los nacionales son el enemigo y los republicanos los héroes, ni los primeros son demonios ni los segundos santos. Claro que es más fácil ser neutral cuando no es tu guerra. Como ejemplo, hay que señalar la impactante escena en la que se relata los asesinatos perpetrados por la turba en un anónimo pueblo tomado por los republicanos.
 

Otra película mucho menos conocida acerca del tema es El ángel vestía de rojo (1960, Nunnally Johnson), producción ítalo-americana que se centra en un sacerdote (Dirk Bogarde) que cuelga los hábitos molesto por el apoyo de la Iglesia a los nacionales y se enamora de una prostituta (Ava Gardner). Alrededor de esta historia y la ridícula premisa del supuesto poder de una reliquia, se refleja con veracidad y dureza el odio anticlerical y las persecuciones religiosas lideradas por las autoridades republicanas en una ciudad del frente. En los años sesenta Franco había conseguido salir del aislamiento y los americanos, en plena Guerra Fría, sentían menos simpatías por el bando republicano, por lo que las fuerzas de la República salen bastante mal paradas y se ofrece un realista retrato de la brutalidad desatada contra los “enemigos de la revolución”.


La victoria del bando nacional en la Guerra Civil acabó con la República y, con ella, con las aspiraciones de separatistas y marxistas que tan cerca habían estado de destruir la nación. Franco, como indiscutible cabeza del bando nacional, instauró un régimen autoritario que supuso la absoluta antítesis con la fracasada República. Como dictador, emprendió un programa a caballo entre el fascismo de la Falange y el conservadurismo de la derecha tradicional que buscaba acabar con el caos político y social en el que el sistema liberal había hundido a España. Hoy, y más en nuestro país, parece consolidada una versión oficial que afirma que la Dictadura fue un periodo oscuro, marcado por el hambre y la represión, al que no se le puede atribuir nada bueno. La acobardada derecha, que ya nada tiene que ver con los principios del franquismo, tiene tanto miedo de ser tildada de franquista que ha asentido sistemáticamente a todas las consignas de la vengativa izquierda. Pero lo que es innegable es que con Franco se experimentó una etapa de crecimiento como no había visto España desde el siglo XVI, con una estabilidad política y social olvidada hacía siglos. En el extranjero, desde la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, el Franquismo se encontró en una situación de hostilidad internacional. Las potencias vencedoras consideraban a Franco un molesto reducto del fascismo recién derrotado y la opinión pública se alineó con los opositores, aunque con el tiempo, las maniobras diplomáticas fueron acercando a España al bloque americano que se enfrentaba a los comunistas en la Guerra Fría. En el cine, esto dio lugar a una fructífera colaboración en la que los productores estadounidenses rodaban en España con un gran apoyo del gobierno franquista, como es el caso de muchas de las obras mencionadas en este artículo. La única producción que, en lugar de rodarse, se ambientó en esa España de la Dictadura fue Y llegó el día de la venganza (1964, Fred Zinnemann), en la que Anthony Quinn da vida a un capitán de la Guardia Civil empeñado en capturar al guerrillero del maquis interpretado por Gregory Peck. Omar Shariff completa la tríada estelar de protagonistas como un sacerdote que se ve envuelto en la cacería del fugitivo.
 
A su muerte, el régimen, condenado a desparecer desde la derrota de sus aliados fascistas en la Segunda Guerra Mundial, dio paso de nuevo al sistema de partidos liberal que había llevado a la nación al borde de la muerte en 1936 y que hoy va camino de repetir la hazaña. Entre los enigmas de la historia patria queda el cómo en cuarenta años ha podido deshacerse todo un legado de unidad, independencia y orgullo. Pero como dijera Jaime Gil de Biedma, de todas las historias de la Historia, la más triste es la de España, porque acaba mal.

Y así culmina el repaso de la andadura en el tiempo de España, tristemente, como ocurre siempre que se vuelve la vista hacia nuestra historia, que es la historia del ascenso, gloria y caída sin fondo de una nación excepcional. Excepcional por sus gestas, que no merecen caer en el olvido; excepcional por sus gentes, que en los momentos más arduos han hecho gala de coraje y orgullo; y excepcional por el papel irremplazable que ha desempeñado en el devenir del mundo. El cine solo ha dado algunas pinceladas de lo que fue esa historia y en estos tiempos en los que solo la pantalla transmite conocimientos, es normal que reina la ignorancia y el desinterés. ¡Son tantas y tan grandiosas las películas que podrían hacerse con el legado de nuestros antepasados! ¡Es tanta la necesidad de este país de conocer su historia y poder sentir orgullo por algo que los una! Pero creo que habremos de resignarnos a no ver nunca semejantes posibilidades aprovechadas. Tendremos entonces que contentarnos con esas escasas pinceladas que, por lo menos, nos permiten seguir disfrutando del Séptimo Arte y sentir el significado de ser español.

lunes, 8 de julio de 2013

La Historia de España a través del cine (Parte I)


Hace ya tiempo, antes de que los rigores de la vida académica me obligasen a abandonar a su suerte a El Rodelero, escribí una somera revisión sobre las legiones romanas en la gran pantalla. Con la llegada del verano y el horizonte libre de preocupaciones, he decidido honrar de igual modo a nuestra querida España, que pese a sus altibajos no merece mucha menos consideración que el Imperio Romano.

La relación entre Cine e Historia se materializa en las películas históricas o de época y ha sido muy recurrida a lo largo del siglo largo de existencia de este espectáculo. Se trata de una relación desigual, tanto en los resultados como en la profusión con que se ha cultivado. También es francamente desigual por el papel entre sus partes: mientras la Historia se limita a proveer de ideas a los guionistas y productores para convertirlas en espectáculo, el cine se ha convertido en el principal medio de difusión del pasado entre las masas. Esto otorga un inmenso poder al llamado Séptimo Arte, ya que a través de su óptica y según su juicio entienden la Historia millones de personas que no saben ni sabrán nunca nada más que lo que en la pantalla se les ofrezca.

Sobra decir que el cine es una herramienta fundamental para legitimar regímenes, exaltar valores y mostrar al gran público las bondades y glorias de la Patria o la infamia y perfidia de los enemigos de ésta. Ejemplos cacareados a diario en nuestro país son los del cine histórico franquista, tan edulcorado como emocionante, aunque escuchemos mucho menos hablar de la propaganda subliminal o abierta de los taquillazos de Hollywood. Estados Unidos, como toda potencia histórica, ostenta su puesto por haber sabido comprender y manejar los instrumentos que su época le ha dado, y hábilmente ha conseguido exportar su efímera historia y magnificarla de forma que todo el orbe la conozca y jalee por encima de la suya propia.

Volviendo a España, siempre con dolor y orgullo nostálgico, es un hecho que la mayoría de los que hoy vienen a llamarse españoles ignoran la práctica totalidad de nuestra Historia. Las causas de esta amnesia son múltiples y no todas son exclusivas de este país: ausencia absoluta de patriotismo, desinterés por las cuestiones trascendentales, identificación de la exaltación histórica con el denostado fascismo, rechazo de la progresía rampante a un pasado marcado por valores opuestos a su ideario... Así, en el cine, única fuente de conocimientos para muchos, como ya hemos señalado, nuestra Patria ha tenido escaso reflejo. El producto nacional, de poco presupuesto y frecuente baja calidad, solo se ha acercado al tema con fines políticos; en la época franquista, al menos, se trató de homenajear muy merecidamente a algunas de las glorias de nuestro pasado (no puedo evitar citas la sublime Los últimos de Filipinas), mientras que hoy día asistimos a una sobreexplotación de la Guerra Civil y la Posguerra de la mano de la izquierda más revanchista.

Pero en esta ocasión yo voy a limitarme a tratar la impronta de la Historia de España en el cine extranjero, que es principalmente el americano. Todos los que somos aficionados a la Historia soñamos con las grandes gestas de nuestros antepasados llevadas al cine y no quiero perder mucho tiempo lamentando las películas que podrían haberse hecho si gozásemos de los recursos y difusión de Estados Unidos. La actual hegemonía anglosajona ha tendido a  obviar el papel histórico de España,  aunque es cierto que no les toca a ellos reclamar ese legado. Nuestras apariciones han sido las más de las veces breves, llenas de tópicos y con poca consistencia histórica. Aun así,  muchas de ellas merecen, para bien o para mal, ser comentadas como parte modesta aunque muy extendida del legado español.

Remontándonos a nuestros orígenes, hemos de reconocer como génesis de España la Hispania romana, que pasó de ser el infierno para las legiones a, una vez conquistada, exitoso ejemplo de plena romanización. No en vano, además de filósofos como Séneca y literatos como Marcial, dio al Imperio cuatro emperadores. La brillante aportación hispana a Roma ha tenido su tributo en el cine, nada menos que en forma de la superproducción americana Gladiator (2000, Ridley Scott), que nunca dejaré de recomendar. Russel Crowe dio vida al ya emblemático general Máximo Décimo Meridio, que defiende la gloria de Roma en los confines del Imperio, muy lejos de su  añorada Emérita Augusta (Mérida) natal. Máximo es además leal servidor de Marco Aurelio, al que interpretó el genial irlandés Richard Harris pese a que el emperador-filósofo fuese descendiente de una noble familia de Ucubi, en Córdoba. Quizá a estas alturas me conformo con poco, pero creo que ver a las masas enfervorecidas corear el nombre de El Hispano es uno de los grandes homenajes del cine a la sangre española.


Si la dominación romana conformó las bases de nuestra cultura e incluyó a España en la Historia y el destino de la Europa cristiana que surgió de las cenizas del Imperio, la invasión musulmana sirvió para marcar irreversiblemente el carácter del que sería el pueblo español. La Península se convirtió en la frontera entre el Islam y la Cristiandad y los reinos cristianos se destacaron como vanguardia de Europa. Los ochocientos años que llevó la empresa de la Reconquista tienen su mayor icono en Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador. Las gestas de esta figura casi legendaria, epítome del caballero castellano, se convirtieron en 1961 argumento de uno de los colosales filmes de Samuel Bronston, dirigido por Anthony Mann y protagonizada por Charlton Heston, con Sophia Loren como Doña Jimena. El Cid no reparó en gastos para recrear la resistencia de los reinos cristianos ante el arrollador avance de los fanáticos almorávides. El fallo de ambientación que adelanta casi un siglo las armas y ropajes queda eclipsado ante el talento de las interpretaciones y la fuerza de la trama. Todo un homenaje al estilo Hollywood con el que en cierto modo se agradecía la colaboración de la España de Franco en el rodaje de las grandes superproducciones americanas en suelo español.


En las postrimerías del siglo XV el empuje de los reinos cristianos había reducido el otrora poderoso Al Andalus a un puñado de enclaves bajo el débil gobierno de la dinastía nazarita de Granada. Fue en ese momento cuando los avatares de la Historia unieron a las coronas de Castilla y Aragón mediante el matrimonio de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos. El 2 de enero de 1492 Granada se rindió ante las fuerzas conjuntas de los dos mayores reinos de la Península y con el golpe de gracia que culminó la Reconquista nació España.  La nueva nación, cumplida su guerra secular de liberación y sedienta de gloria, volvió su vista al panorama internacional y no tardó en ver enfrentadas sus aspiraciones con la orgullosa Francia. El choque principal se produjo en Italia y en tierras napolitanas Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, sentó las bases de la guerra moderna y convirtió a España en la principal y más respetada potencia de Europa. Este trascendental momento ha sido objeto de poca atención y la única película que conozca que lo refiera es, irónicamente, una comedia. Así, de la épica hollywoodiense pasamos a la socarrona producción italiana El soldado de fortuna (1976, Pasquale Festa Campanile), cuyo principal atractivo es ver a Bud Spencer repartir guantazos a todo francés que se le ponga por delante en la piel del mercenario italiano Ettore Fieramosca, al servicio del Gran Capitán. El trasfondo es verídico, basado en el desafío entre caballeros franceses e italianos, estos últimos del ejército español, durante el asedio de Barletta en 1502. La película tiene una ridícula recreación de armas y uniformes, de evidente falta de presupuesto, pero el guión es divertido y con guiños a ese marco histórico de la Italia renacentista. El papel de los españoles es anecdótico, aunque salimos muy favorecidos comparados con los franceses, y no falta alguna broma amable acerca del notorio fervor religioso español.

A la vez que España aseguraba su hegemonía en Europa, se produjo uno de los grandes eventos de la Historia del mundo: auspiciado por los Reyes Católicos, Cristóbal Colón inició la más famosa travesía de la navegación al cruzar la desconocida Mar Océana y llegar al Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492. Aquel descubrimiento  cambió para siempre el destino de la recién nacida España y le otorgó una gran misión: la conquista y evangelización de aquellas vastas tierras nunca antes holladas por los europeos. Con motivo del V centenario del Descubrimiento, en 1992, se estrenaron dos películas que venían a corregir el sorprendente desinterés del cine por este trascendental hecho. La estadounidense Cristóbal Colón, el Descubrimiento (John Glen), supuso un fracaso sin relevancia del cual solo cabe señalar que tuvo la descabellada idea de dar a Marlon Brando el papel del Inquisidor General Tomás de Torquemada. Por su parte, la coproducción hispano-francesa 1492, la conquista del paraíso (Ridley Scott), resulto igualmente desastrosa económicamente, aunque se le reconoció mayor valor. En mi opinión, busca sin encontrar un tono épico que se diluye en un guión confuso incapaz de distinguir lo esencial de lo anecdótico.  Scott, en su línea, no pierde ocasión de arremeter contra la aristocracia y la Iglesia, aunque moderándose más que sus últimos trabajos en Hollywood. Es de alabar, no obstante, la fiel recreación de época y la actuación de Gérard Depardieu como Colón. Lo mejor de la película, con mucho, es su mítica banda sonora a cargo de Vangelis que probablemente todos hayamos escuchado alguna vez.
 

 
El Descubrimiento fue entendido como un designio de Dios, que asignaba a España el colosal cometido de colonizar el Nuevo Mundo. El espíritu de la Reconquista cruzó el Atlántico y los españoles, como punta de lanza occidental de la Cristiandad, se lanzaron a conquistar las Américas en pos de riqueza y gloria, por el rey y por la Santa Madre Iglesia. Desde las cumbres de los Andes a las grandes llanuras de Norteamérica, a través de las selvas del Amazonas y los desiertos de Sonora, un puñado de hombres acometió la mayor gesta vista desde la conquista de Asia por Alejandro. Aquellos conquistadores y misioneros llegaron a los rincones más inhóspitos del inmenso continente y en todas partes clavaron la Cruz de Cristo y las Armas de España. Sin duda, esta es nuestra mayor gloria, nuestro legado más firme e imperecedero y el papel por el cual España es y será recordada.

A nivel mundial, la imagen de los españoles está fuertemente asociada a la de los conquistadores, con sus icónicos morriones y armaduras, sus perros, sus caballos, sus crucifijos y arcabuces. Y es precisamente en este momento culmen de nuestra historia cuando surge un rechazo e incluso odio hacia España y todo lo español ampliamente extendido por el mundo. La Conquista de América se ha presentado como un salvaje proceso de pillaje y destrucción de las florecientes civilizaciones precolombinas a manos de los ambiciosos y fanáticos españoles. Esta versión, tendenciosa como pocas, se debe en sus orígenes a Inglaterra, Francia y Holanda, enemigos del Imperio Español, y es hoy abanderada y repetida de forma paroxística  por los gobiernos indigenistas hispanoamericanos. Como no podía ser de otro modo, esta visión ha pasado al celuloide. Quizá el más famoso ejemplo sea Aguirre, la cólera de Dios (1972) del reputado director alemán Werner Herzog. Esta película, aclamada por los críticos del cine europeo, se sirve de la historia del conquistador Lope de Aguirre, que se rebeló contra Felipe II para fundar un reino independiente en la legendaria ciudad de El Dorado, para hacer una reflexión sobre la irracionalidad y la locura. Ciertamente, la falta de diálogos e incluso de trama propiamente dicha consiguen alcanzar momentos absolutamente irracionales. Personalmente, a duras penas pude resistir el visionado completo, aunque he de aplaudir su capacidad para hacer imaginar al espectador los peligros y dificultades de esas expediciones por tierras desconocidas. A destacar la escena inicial, los hombres de Gonzalo Pizarro descendiendo desde los escarpados picos de los Andes hacia la inmensidad de la floresta amazónica.

Así como Herzog ofrece una imagen sórdida y oscura de la Conquista, creo necesario señalar la película de Mel Gibson Apocalypto (2006) y, en un spoiler que los lectores sabrán perdonar, referirme a la fugaz pero estelar irrupción de los españoles al final del filme. Después de mostrar el horror y la brutalidad de la decadente civilización maya, la imagen de las carabelas recortadas sobre el horizonte mientras en las chalupas se aproximan los conquistadores y los misioneros supone un magistral golpe de efecto.

Las enormes riquezas del Nuevo Mundo fueron el impulso que necesitaba la ambiciosa política exterior de los Reyes Católicos para que surgiese la idea de un Imperio Español. Este se concretó en la herencia de su nieto, Carlos I (1516-1556), que unió bajo su corona a España, con sus posesiones en las Américas, Berbería e Italia, y al Sacro Imperio Romano, con los territorios Habsburgo de Austria y el Tirol, además de Borgoña y Flandes. Con Felipe II (1556-1598) el reino alcanzó su máxima cota de poder y gloria, incorporando Filipinas y todo el imperio portugués bajo el nombre de la Monarquía Hispánica. Las victorias sobre Francia y el Imperio Otomano convirtieron a España en la potencia mundial hegemónica indiscutible, cuya influencia se extendía por cuatro continentes. Los tercios dominaban los campos de batalla europeos y las galeras controlaban el Mediterráneo, mientras los grandes convoyes de galeones surcaban el Atlántico trasportando el oro y la plata de ultramar. En plena Segunda Guerra Mundial, los guionistas de Hollywood equipararon este esplendor de la Monarquía Hispánica con la expansión del III Reich en El halcón del mar (1940, Michael Curtiz), un clásico del cine de aventuras “de capa y espada” en el que Errol Flynn, como un intrépido corsario inglés, debía detener los malvados planes de Felipe II para invadir Inglaterra y ¡el mundo! Resulta hasta agradable ver a los retorcidos y orgullosos españoles paseándose por la pantalla con una actitud mezcla entre oficial de las SS y chulapo madrileño. Las interpretaciones de Claude Rains -capitán Renault en Casablanca- como embajador de España en Londres y Montague Love como Felipe II, un papel breve pero delicioso, son dignas de mención. El espectador versado podrá, además, reír con algunos fallos y sinsentidos, como el ver remeros en un galeón transatlántico o el siniestro tribunal inquisitorial que juzga piratas (¡!), aunque en líneas generales la recreación es aceptable y la calidad técnica y del guión, gratificantemente alta.

Pese a la importancia que los ingleses y sus antiguos súbditos estadounidenses hayan querido dar al acoso corsario británico, la Monarquía Hispánica mantuvo sin problemas el control de su vasto imperio. Con la capital establecida en Madrid, la corte de Felipe II se convirtió en el mayor centro de poder del mundo. No tardaron en surgir partidos y personajes enfrentados que darían pie a intrigas, especialmente después de la muerte de Felipe II y la llegada al trono de los Austrias Menores, desentendidos de las cuestiones de gobierno. De nuevo acudió la Meca del Cine a la Historia española tras El halcón del mar para explotar el exitoso género de los llamados costume dramas o cine de época. Así en 1948 se estrenó El burlador de Castilla (Vincent Sherman), con Errol Flynn esta vez como espadachín y galán castellano que combinaba el mito de Don Juan con la intriga palaciega en la corte de Felipe III. Poco después saldría a la luz la poco conocida La princesa de Éboli (1955, Terence Young), que seguía a la novela Esa Dama de Kate O’Brien presentando la conjura del secretario de Felipe II Antonio Pérez y la hermosa princesa viuda encarnada por Olivia de Havilland como una maquinación del, de nuevo, perverso Rey Prudente.


Si bien el imperio se regía desde la corte, el peso de sostenerlo caía sobre los hombros de los soldados de los tercios, herederos de las innovaciones del Gran Capitán. Bien organizados, con un esmerado entrenamiento, una cuidada logística y un insuperable espíritu de cuerpo basado en el servicio a la Patria y la defensa de la Fe Católica, los ejércitos de la Monarquía Hispánica fueron el terror de los enemigos del Rey de España. En todos los frentes y contra todos los enemigos se batieron bajo las Aspas de San Andrés, aunque su más famoso escenario y también el más sangriento fue Flandes. Curiosamente, de ochenta largos años de asedios y batallas la única obra que el cine extranjero ha dado ha sido una comedia situada en el paréntesis de paz que supuso la Tregua de los Doce Años firmada en 1609. La Kermesse Heroica (1935, Jacques Feyder) es una reputada película francesa sorprendentemente actual en su planteamiento pese a su antigüedad, aclamada y galardonada por su cuidadísima presentación de un pueblo flamenco del siglo XVII gracias a unos impresionantes decorados y la gran técnica de Feyder, que se inspira para sus planos en las obras de los grandes pintores flamencos. El argumento es tan sorprendente como divertido: ante la noticia de que un duque español al mando de tropas de los tercios desea hacer un alto en la ciudad, los habitantes de la villa de Boom son presas del pánico y el aterrado burgomaestre decide simular su muerte ante el duque. Ante la situación, su decidida esposa reunirá a las mujeres para preparar el recibimiento a los españoles prescindiendo de sus acobardados maridos. Al llegar los tercios, los españoles se señalan por su cortesía, respeto y gentileza, haciendo las delicias de las flamencas. Técnicamente perfecta y con un constante sentido del humor, La kermesse heroica es una comedia magistral, además de una verdadera apología de los tercios de Flandes.